El baúl de la tía Antonia

El baúl de la tía Antonia

Mercedes Blanco

12/12/2015

Conforme voy sacando de viejas carpetas y envoltorios de periódico todos aquellos documentos, fotos y tarjetas postales, me pregunto si es horrible o si es maravilloso. De entrada, es fascinante. Pero también me causa cierto desasosiego encontrarme con aquellos papeles que remiten a un montón de gente que ya no existe. Aunque a la mayoría no la conocí, la muerte de cada uno me recuerda mi propia finitud.

  Hace ya bastantes años, una mañana me llamó por teléfono la tía Antonia, hermana mayor de mi padre. En ese momento ella vivía en la ciudad de México, tendría unos 80 años, y quién sabe si presintió su cercana muerte pues me dijo lacónicamente: “como sé que tú eres una persona estudiada y que te interesa la historia te quiero dejar un baúl que tengo lleno de fotos y cartas antiguas.” 

  Sí me sorprendió que mi tía me quisiera dejar a mí parte de sus recuerdos y de su memoria, pero no me pareció excesivamente extraño ya que ella siempre fue soltera y no tuvo hijos. Ante mi silencio, casi sentí como si la tía me hubiera leído el pensamiento pues procedió con la siguiente explicación: “yo sé que cuando muera, si el baúl se queda aquí donde vivo ahora, quien sea que vaya a levantar la casa, seguramente va a tirar todo lo que le parezca viejo e inservible. Por eso te lo quiero dejar a ti, porque sé que tú sí lo vas a conservar, así es que si te interesa, ven mañana mismo por el baúl.” Y mi tía remató con una breve frase, que sonaba más nostálgica que otra cosa: “ese fue el baúl donde tu abuela trajo parte de sus cosas cuando se vino de España a México y me gustaría que, de alguna manera, se conservara”.

  La oferta de la tía me pareció excelente y al otro día me presenté en su casa para llevarme el dichoso arcón. Estaba cayéndose a pedazos y tenía humedades; fue restaurado y pasó a formar parte del mobiliario de mi departamento. Hoy, muchos años después de que mi tía me heredó su baúl, me he dado a la tarea de revisar con mucho más detenimiento su contenido. Cuando me lo dio lo tuve que vaciar apresuradamente para que pudiera ser reparado. Ante la premura, nada más le eché un ojo a fotos, postales y uno que otro papel.

  Ahora, ya he rotulado algunas cajas con palabras como: “Archivo/Abuelo”. “La Rioja/Logroño”, porque ahí vivió en algún momento mi abuelo y muchos de sus parientes; hasta la fecha quedan algunos en esa región. Un apartado más: “Arnedillo”; éste era uno de los principales pueblos cercanos a varios caseríos de la zona, en uno de los cuales nació mi abuelo. Y ocupando un lugar preponderante: ”Tlalpujahua”. Una voz indígena que corresponde a un pequeño pueblo, ubicado en el Estado mexicano de Michoacán, y donde mi abuelo logró hacerse de una pequeña mina hacia principios del siglo XX; ahí, por cierto, nació mi padre.

  De entrada, hubo varios documentos que llamaron poderosamente mi atención. Lo más notorio era un atado de postales. Las que abundan eran enviadas desde Madrid pero también las hay de Bilbao y una que otra de un sitio llamado Zarauz, que luego averigüé que está ubicado cerca de San Sebastián. A estos lugares iban a pasar vacaciones de playa los parientes de mi abuela paterna  —“a tomar baños”—  mientras ella, muy joven,   —“¡ay pobrecita!”, le escribía una hermana—  sobrevivía con su marido y sus primeros hijos en un país asolado por una revolución armada y refundida en un pequeño ranchito dotado con muy pocas comodidades, por decir lo menos.

  Aunque no conocí a mi abuelo español, sí recuerdo haber ido de niña varias veces a Tlalpujahua con mis padres. Era como ir a un parque de diversiones pues todavía existían algunas de las minas tal y como aparecían en las películas gringas de vaqueros: una pequeña entrada que daba paso a un socavón que se iba internando en las entrañas de la tierra. Al principio, y a lo largo de algunos metros, había unos rieles por los que transitaba el típico carrito de metal para sacar los tesoros minerales. Luego había que caminar, guiados por mi tío Manolo, hermano de mi padre, que encabezaba la fila con su casco de minero que proporcionaba una pálida luz que salía de una pequeña flama.

  Qué difícil ha de haber sido para mis abuelos adaptarse a un contexto que les era tan ajeno y, para colmo, al estilo del México Bárbaro del periodista John Kenneth Turner, que al referirse a la época previa a la Revolución de 1910 decía: “México es un pueblo muerto de hambre; una nación postrada”. Los años posrevolucionarios tampoco fueron una perita en dulce. De hecho, la abuela terminó por irse a vivir a la ciudad de México (no sé si con o sin la anuencia del marido), entre otras cosas, para que los hijos pudieran estudiar más allá de la primaria y, yo supongo, porque entre Madrid y Tlalpujahua había un enorme abismo.

  Es increíble todo lo que le cabe a ese baúl. Ya mirando con más cuidado, seguramente algunos cuentos y leyendas familiares irán cayendo. Por ejemplo, está aquello de que mi abuela nunca logró volver a España, ni siquiera para visitar a sus parientes. Y de repente me encuentro una especie de programa de 1928 (como si fuera el de algún espectáculo) que dice Compañía Trasatlántica Española. Se trataba del Vapor-Correo “Cristóbal Colón”.

  Ahí están consignados los nombres de todos los pasajeros, señalando incluso de dónde a dónde viajan; ¡y que voy viendo aparecer el nombre de mi abuela! 

“Para Veracruz de Santander.  Rafaela Matas Cerezo.”

  Una partecita de muchas vidas estuvo guardada durante décadas en el baúl que fue, primero, de mi abuela, y luego de la tía Antonia. ¿Y ahora, qué hago yo con todo esto?  

FIN

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