Homenaje a mi viejo, Pantaleón Saccomanno

Homenaje a mi viejo, Pantaleón Saccomanno

 

Inmigrante calabrés nacido el 22 de marzo de 1922 en Limbadi, Catanzaro.

Mi abuelo, Antonio Saccomanno fue el uno de los primeros de mi familia paterna que se vino a la Argentina a luchar por su digno sustento y el de su familia, y además, tuvo el coraje de volver a su país y alistarse en el ejército para pelear por su Italia, que en esos tiempos difíciles no lo podía contener, como a muchísimos otros de su condición…humildes  campesinos del sur de Italia.

Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, regresó a la Argentina con sus dos hijos mayores, Francisco y Antonio, y trabajando duro, con la tozudez propia del calabrés, logró traer al resto de su familia.  A su mujer  Mariana Grillo y a sus otros hijos que habían quedado en Limbadi, dos años antes de la Segunda Guerra Mundial.

En 1937 mi abuela, Mariana,  la Vacarera, como le llamaban en el pueblo, vendió su tierra acotada y pertenencias, y con el dinero justo para llegar a la Argentina, embarcaron  en el Augustus con sus hijos,  entre ellos mi papá Pantaleón, que tenía 14 años, y sus hermanos, Gracia, Mariana, Alfonso, Juan y José.  Rossina, otra hermana  falleció en Limbadi…

Esto que me contaba mi padre es seguramente, muy parecido a la vida de la mayoría de los inmigrantes de aquellos tiempos.  Me lo contaba en charlas durante diferentes etapas nuestras vidas, las mismas fueron más constantes cuando él enfermó, cuando su vista se empezó a apagar al borde de la ceguera y su cuerpo a doblarse, pasándole factura por tanto esfuerzo en años de duro trabajo.

Pantaleón era floricultor, como sus hermanos. Desde que llegó a la Argentina hizo esa labor. Primero en la quinta de mi abuelo Antonio, cargando en sus hombros el canasto rebosante de colores, muchas cuadras hasta la estación del Sarmiento durante años llevando las flores para vender en Plaza Once. 

Más tarde se independizó, pudo comprar su primera chata, un Ford T,  y fue a trabajar a su quinta en Tapiales. En 1948 se casó con mi madre Elisa Antonia Chidichimo, y en la humilde casa de la quinta vivimos hasta 1956, año en que nos mudamos al Barrio Don Bosco de Ramos.

Pantaleón nunca olvidó su origen. Recuerdo los domingos a la mañana cuando escuchábamos en la radio La hora Calabresa, programa de los años 50. Cuando nos llevaba los 27 de julio, con mi madre y mi hermana Luci a la Fiesta de San Pantaleón donde disfrutábamos de los dulces típicos entre el ruido del dialecto inconfundible, esperando el final del espectáculo que cerraba con coloridos fuegos artificiales.

Me contaba de su niñez, de cómo cuando crecía el arroyo que aislaba su modesta casa del pueblo, y su padre no podía cruzar con el burro en el que trasportaba las mercancías para vender, ese día no comían. Que para Reyes el regalo era un terrón de azúcar…

A Pantaleón lo veía alto, corpulento, de manos fuertes y bronceado por el trajín de sol a sol,  donde tenía que enfrentarse muchas veces con el repentino cambio del tiempo,  que lo hacía pegarse madrugones o salidas a altas horas de la noche tanto en invierno como en verano para proteger sus plantas, pero feliz de estar en contacto con la tierra donde crecían sus flores. La tierra que recorrió infinitas veces detrás del caballo sudoroso,  como él, tirando del esquelético arado para roturarla y después alisar con la rastra como un peine de acerados dientes. Con manos avezadas usaba la zapa para abrir y cerrar los surcos, creando compuertas para contener y dirigir el agua que revivía las plantas.

Con manos teñidas de indeleble savia cortaba y ataba los ramos con hilos que inventaba con hojas de formio, para llevar los viernes a sus clientes del cementerio de Flores.

Recuerdo las partidas de cartas con los paisanos y ese otro juego que con nueve palos parados que debían voltear con bochas de madera muy dura, todo hecho a mano…recuerdo cuando decían: -¡Giochiamo i Briyia!- en calabrés…

Parece irreal lo que escribo…este  simple homenaje a Pantaleón, y atravesar la tristeza que me humedece la mirada en cada frase.

Mi padre vivió a su manera.  A la manera que lo formó la vida. Y creo que tuvo una vida buena. Formó una familia, no sé si la mejor, pero sí sé que de buena gente como Hernán y Martín, hijos de mi hermana Luci, como Virginia, Soledad y Nicolás, mis hijos…sus biznietas Ailín y Yazmin, Osvaldo su yerno y Stella, mi mujer…

Quizás,  aunque nunca me lo comentó,  muchas veces habrá soñado con volver a Calabria, a Limbadi.  En sus sueños, decía, aparecían sus compañeros de escuela, cuando jugaba en la iglesia del pueblo y le hacía mandados a una anciana  que vivía en ella. En su cabeza sonaban las estrofas de La Jovinessa, que se le mezclaban con los tangos de D´Arienzo que solía bailar con mi madre, o aquellos picnics donde iban a escuchar a Domenico Ventrici, el zorzal calabrés, o las canciones de Carlo Butti o Nicola Paone…

Creo que mi viejo  no superó, la partida de mi madre, todavía joven, en 1982, por palabras que me manifestó,  más el deterioro físico que le impidió seguir en la quinta, esa vida entre sus flores que cultivó desde siempre.

Inolvidable será para mí cuando nos dijimos que nos queríamos mucho, luego de llevarle un mate una mañana en mi casa. Mi viejo partió el 17 de enero de 2012. Mi Viejo fue un quintero incansable que nos dio todo lo que pudo, con errores y aciertos, pero con lo mejor de él.

Este Homenaje está en el Limbadi, en la iglesia del pueblo. Lo llevó ese año mi primo Oscar. Fue para mí una forma de pedirle perdón por no comprenderlo y agradecerle por haber sembrado en mí, el cariño por ese pueblo calabrés que algún día, tal vez, junto a él, conoceré.

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