LOS RECUERDOS DE LA CABAÑA HOGAR FELIZ

LOS RECUERDOS DE LA CABAÑA HOGAR FELIZ

Mi padre construyó la cabaña Hogar Feliz con juramentos, mi madre añadió el anhelo.

Conocido como “el tío juramentos”, mi madre decía que era su forma de llamar la atención a Dios ya que ella no conseguía nada con tanto rezar e ir a misa.

A mi madre  ya no la  importunaban  tanto las blasfemias,  en realidad lo que más ansiaba era que mi padre  construyera una  cabaña  en la tierra de labranza  con  chimenea para resguardarnos del frío y la lluvia y  así salir de los barracones de las viviendas de protección oficial donde vivíamos hacinados .

Una vez había leído en un libro  en la biblioteca del colegio de las monjas,  era una de esas  novelas dulzonas de familias cristianas y felices donde había una casita de juegos que se llamaba Hogar Feliz y así bautizamos la caseta. ¿Era  un hogar feliz o el rotuló que  pinté en la puerta solo estaba en mi fantasía?

UN CARRICOCHE DE SEGUNDA MANO

En 1967 los últimos hermanos  de esta familia numerosa eran muy pequeños. Ricardo, un año, Jesús dos años y Rosa tres años.

Cuando mi madre nos llevaba al ambulatorio (el lugar más concurrido),  cargaba con la prole, uno o dos pequeños en brazos, posiblemente otro en la barriga y  los que sabíamos andar,  agarrados a su falda.

Para ir a la huerta que estaba a unos dos  kilometro de casa  era muy pesado  cargar con los pequeños y la comida

A mi madre la regalaron un carricoche  usado  que parecía una barca  con grandes ruedas que lo  elevaban  como  a un metro hasta el manillar  (difícil de manejar).  En aquel  habitáculo o capazo  amplio sentábamos  a los tres  pequeños, las bolsas de vituallas y todo lo que cupiera.

El  carricoche era muy inseguro y tropezaba en todas las piedras y  como si tuviera vida propia , traqueteaba  protestando de  forma siniestra y  en ocasiones  escupía niños y bolsas  por los aires.  Con  el  llanto y chichones de los pequeños  llegábamos a la huerta. 

EL RIO

Para los  críos (niños y niñas), de las familias de obreros que vivíamos en  los bloques  (unas  viviendas  anodinas y acuarteladas), la ribera del  río nos  producía una atracción irresistible de buscar nuestro  paraíso, «el  salvaje oeste» .

Entre esos pequeños salvajes aventureros estábamos nosotros.

No duraron mucho las  caminatas  con el carricoche porque cuando el  más pequeño empezó a andar  descubrimos un atajo por el rio y nos ahorrábamos le trayecto largo por el puente.

Íbamos todos en caravana como quinquis; los mayores para ayudar a los pequeños  y mi madre con las bolsas de la comida. El río era como una selva,  las corrientes arrastraban troncos malezas y porquerías.  Buscábamos la zona mas estrecha de la corriente  y siempre había unos troncos de árbol que colocaban los jóvenes cuando iban a jugar. Entre los troncos pasábamos haciendo equilibrios circenses.

EL TERROR DEL SIFON

Si te caes al sifón una fuerza demoniaca te traga y arrastra debajo del camino y ya no podrás salir más;  o como mucho y con suerte  la corriente te vomitará al otro lado en la acequia donde ya  llegarás  cadáver.

Así de terrorífica era la advertencia.

Mi madre sentía pánico (después de conocer algunos casos de ahogamientos  de niños en los sifones de las acequias),  y nos advertía  constantemente de su  temor con el dramatismo que siempre la caracterizó.

Y nosotras , sobre todo las mujeres, siempre que  íbamos a la huerta de visita o para alguna celebración. transmitimos el  mismo temor  a nuestros hijos pequeños (con el  patetismo trágico  que heredamos de su abuela).

Mis hijos , ya mayores  me contaron  (con un poco de reproche) , el  pánico que sentían  todos los primos, ante la  fatídica advertencia de sus madres , (nosotras), de no  acercarse al sifón por nada del mundo.

La acequia que trascurría a la entrada de la huerta se conocía como “ la regadera”) ,   distribuía el agua de  regadío a todas las tierras y huertas de ambos lados del camino  y cuando abrían la trampilla de la colina bajaba  el agua a gran velocidad  atravesaba el camino  por  el sifón que estaba cerca de la huerta y volvía a surgir al otro lado del camino. El rugido siniestro del sifón me invitaba a acercarme (venciendo el miedo). Alguna vez arrojaba un trapo coloreado que  tragaba el remolino  e iba corriendo al otro lado para verlo aparecer de nuevo.

Una muñeca desvencijada hizo el trayecto de » los niños ahogados», aunque tardó varios días en aparecer enmarañada en zarzas.

Nos esforzamos en ser felices y añoramos nuestra infancia o adolescencia, por la despreocupación que sentíamos  de las enfermedades y la muerte. En esa época nos sentíamos eternos.

Mi marido ha construido  una cabañita para las  ovejas en nuestra finca,  yo he colocado un letrero que pone Hogar Feliz. Cerca hay un manantial y en invierno cae el agua por la acequia de forma torrencial y escucho otra vez la música de la infancia.

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