La última cena

 

 Desde que era un niño de pantalón corto, mi abuelo Don Antonio aprendió los modales que su madre, mami Anunciación, insistía que eran los modales de los ´niños bien´, y que su hermana solterona, la siempre vieja y torpe Nievitas repetía en voz alta como un rezo, mientras espantaba con sus huesudas manos los fantasmas con los que de continuo tropezaba.

«Lavarse las manos antes de ir al comedor»; «sonarse con el pañuelo y no con la mano»; «no hablar con la boca llena»; decir «si señor»; «no señora»; «gracias», e inclinar respetuosamente la cabeza.


A lo largo de algunos años de vejez, Don Antonio se enorgulleció de haber cumplido juiciosamente la tarea.  Ya viejo, se dedicó a remozar recuerdos escarbando en  los baúles del desván. Con frecuencia olvidaba lo que estaba buscando, y en cambio se entretenía engolosinado con nimiedades recién descubiertas: unos dados, una montura de carey, el viejo almanaque Bristol y una muy  antigua fotografía familiar.

 

Una tarde lluviosa, entre el escarbado encontró la vieja tela en la que Da Vinci plasmó el boceto de su ´obra maestra´, recreando las ansiedades premonitorias del Cenáculo.

 

Don Antonio recordó en ese instante, que durante años su padre se había dedicado con ahínco a coleccionar obras pías de dudosa calidad escultórica; vírgenes de todas las tallas; una que otra pintura sacra de valor, y, que un día decidió guardar celosamente y en lugar secreto sólo la pintura de la Cena, quizá intuyendo el valor que alcanzaría una vez pasada la ola vandálica del populacho que azolaba la región. También recordó cuando acompañó a su padre, Don Eugenio, a la carpintería de Don Vinicio a quien encargó un marco del más fino ébano que personalizó -mediante bocetos a lápiz y en papel de cuadrícula-, con una imitación del barroco, y que cuando el marco estuvo listo, el cuadro fue entrado con dificultad por el estrecho zaguán de la casa, hasta la estancia definitiva, en el comedor familiar.

El viejo Eugenio murió al poco tiempo, se dice que en olor de santidad. Desde ese mismo día, las obras pías, las vírgenes y las otras pinturas desaparecieron por obra de mami Anunciación -que en aquellas épocas las entendía como “productos beatos del peor gusto”-, a la vez que difundió la insidia de que la desaparición de las imágenes había sido obra de una secreta maldición. 

 

Por temor reverencial, nadie preguntó abiertamente por la súbita desaparición de las imágenes, ni por el probable destino de la corte celestial. 

 

Hasta  el día en que Don Antonio se inclinó reverente frente al olvidado Da Vinci.

Con los ojos rojizos saltones de emoción, con temblores  y con mucho de palpitaciones erráticas, Don Antonio sintió los efluvios del arrobamiento beatífico que antecede al éxtasis. Con primoroso cuidado desdobló los manteles con los que como mortaja, había sido envuelto el cuadro. Retiró cuidadosamente el polvo con el vaho de finos suspiros.

 

La pintura se mantenía intacta.

 

Dos días después y con la ayuda de un sirviente, la Última Cena retornó desde el desván, al comedor familiar. La Última Cena sacralizó así el comedor en el que todos los días y todas las noches, primero Don Eugenio y ahora Don Antonio, ceremoniosamente bendijeron la mesa, antes del primer bocado familiar.

 

 

 

Veinte años de servicio y una pobre mesada pensional  arrinconaron al abuelo entre los muros del lar paterno. En compensación, se tornó en visitante asiduo de los lugares oscuros de la casa. Fue en uno de ellos en que al final de un día de sombras, entre unos trapos desteñidos reencontró un pequeño cofre marcado “recuerdos de familia”.

 

El encuentro sorpresivo del cofre le crispó de ansiedades. Dentro del cofre encontró un sobre de manila con olor almendrado por contener dentro varias onzas de un polvo marrón. Recordaba haberlo etiquetado como “Aderezo de ensaladas”, con aquella letra primorosa del Palmer de la Academia, pero no recordaba por qué lo había guardado allí con tanto celo, y con tan inexplicable olvido. 

 

Con el paso de muchos años, Mami Anunciación caminaba tan encorvada que parecía querer gatear;  Concha, la esposa de Don Antonio, suspiraba amargada por la prematura partida de mi padre que desde temprano decidió ´huir del nido´; mi abuelo, también resentido por el mismo motivo, era ahora cada vez más hosco y enigmático. 

 

Sólo el Da Vinci y su pared permanecían indemnes. 

 

 

Ésta noche Don Antonio entró con paso firme al viejo comedor.

 

Hacía rato ya lo esperaban impacientes en los sitios habituales: Anunciación en una cabecera; Nievitas –en su silla vacía- y Concha, cada una a un lado de la mesa.

 

Don Antonio procedió a bendecir el pan con el mismo ritual familiar, herencia de su padre.

Mientras invocaba y bendecía, esparció el aderezo sobre la ensaladera, con la misma omnipotencia que se exhibe cuando se dispensa el agua bendita sobre la muchedumbre pecadora.

En ese supremo momento de la aspersión, sintió que la Magdalena del Da Vinci estaba fuera de lugar, y ante su espanto, -difícilmente contenido-, vio cómo ella le guiñaba un ojo mientras le susurraba: “Esta noche nos veremos en el paraíso”.

Don Antonio, seducido, repitió como un autómata la admonición que solo a él le fue dirigida: “Esta noche nos veremos en el paraíso”.

 

Primero fue Anunciación; luego Concha y el fantasma de Nievitas; después, don Antonio, el último como le corresponde al capitán de cualquier navío naufrago.

En cámara lenta, se hubiera dicho que se trataba de un dominó que derrumbaba todas las figuras, sin estruendo alguno. 

 

El cianuro se absorbió rápidamente y no le dio tiempo a Don Antonio –el único que permaneció de pie un momento más-, de recoger los cuerpos de las embalsamadas parientes que apenas habían empezado a comer una deliciosa ensalada, adobada con finas especias traídas especialmente de Oriente, por tres reyes magos antiguamente invitados a cenar.

 

Esa noche fue la última en la que mi familia se  reunió a cenar. Ahora, no rezamos, se come a solas y no se sirven ensaladas ni aderezos.

 

FIN

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