Lo primero que llama la atención en esta espléndida pareja de prometidos o recién casados ―«¡Qué buena pareja hacen!», acude de manera espontánea a nuestros labios nada más verlos― es el aire elegíaco, de inminente tragedia, que les acecha, más a ella que a él. Son jóvenes, hermosos, es evidente que se sienten cómodos juntos; tienen todos los motivos del mundo para parecer felices y, sin embargo, se muestran desamparados. Mientras más se fija uno en el rostro de ella (y es inevitable hacerlo porque es hipnótico), más clara trasluce la tristeza latente que la anima.

  Así se fotografían los que están a punto de separarse e ignoran si volverán a encontrarse un día. Si ella estuviera muy enferma o él marchase a la guerra (pero en la web, una de tantas de fotos antiguas, la datan en torno a 1919, con la Gran Guerra ya concluida), la expresión se haría comprensible. Pero no sabemos de ellos más que lo que vemos, y que eran de ―o se fotografiaron en― Newark, Ohio, un pequeño pueblo del Medio Oeste americano, actualmente con 50.000 habitantes.

  Lo segundo que asombra es la belleza de ella, portentosa. No sólo es atractiva, sino que es atractiva de una manera muy actual, casi contemporánea. Tanto que, por un instante, recelamos de si no se tratará de un montaje retro, una foto de ahora que imita a las antiguas, donde las expresiones postizas desmienten todo el esfuerzo del remedo (sospecha acentuada por la fantástica calidad de la impresión). Pero no, no puede tratarse de una foto actual, nadie mira ahora como la mujer de la foto. Y si quedaba alguna duda, basta fijarse en el rostro de él, tan infalsificable, para convencerse de que la instantánea debe de tener casi cien años, y que su nitidez es obra de una magnífica restauración.

  Desde luego ella se parece más a las mujeres de ahora mismo que a las de su época, donde todo era coqueto, recatado y pitiminí. Fijémonos en su boca, tan reveladora. Nada tiene que ver con las boquitas de piñón de comienzos de siglo. Sus labios son amplios, sensuales, predispuestos para el beso. La franqueza de ella es absolutamente contemporánea y abarca todo los aspectos de su vida: franqueza en el trato con el hombre, de igual a igual, franqueza también sexual. Es una mujer que no siente vergüenza de amar con todo el cuerpo, el propio y el ajeno. Que cabalga tanto como es cabalgada. Es muy posible que un rostro tan franco, tan incapaz de disimular el deseo, provocase cierta incomodidad en su entorno, sobre todo entre las señoras de Ohio.

  En ella, no descubrimos por ningún lado la habitual pasividad, casi resignación, envarada, con la que uno se somete a la auscultación del fotógrafo o el médico, como conteniendo la respiración. Lo sorprendente de los Rarrich es que respiran. Por eso enseguida tenemos la impresión de que somos nosotros los observados, nosotros quienes posamos para ellos. Son ellos quienes nos auscultan y nos retratan. Se han hecho dueños de la situación sin esfuerzo. Para ellos no existe la cámara. De alguna manera la han atravesado como si fuera de humo y han llegado a nuestra presencia sin intermediarios. Sentimos que somos para ambos lo más importante que les queda. Y sus miradas nos acaparan, sobre todo la de la mujer. Como casi siempre sucede, uno de los ojos de ella ―el izquierdo― es más pequeño, tierno y soñador que el otro, que nos observa con una intensidad y limpieza sobrecogedoras, sin pestañeos. Esa firmeza de la mirada se prolonga en la nariz, de aletas dilatadas que inspiran con avidez, y se modera de nuevo en la boca, cuyos labios se cierran con tanta suavidad que parecen haber dejado una rendija entreabierta, por la que escapa, muy quedo, un soplo de aire.

  Al lado de ella, él queda un tanto relegado, pero no se trata de ningún patán como podría parecer al primer golpe de vista, a juzgar por la facciones rústicas, casi rudas, la frente tan blanca en contraste con el resto del rostro atezado, propio de quien pasa muchas horas al aire libre con el sombrero puesto (un vaquero, un granjero, acaso un sheriff si nos fiamos del mostacho). No está exenta de delicadeza y cierto tinte de ironía su mirada. Una delicadeza que él prodiga a todas horas con ella. Porque él la adora, eso resulta evidente por la forma en que se inclina hacia la mujer, protector sin atosigarla, vigilando discreto, pero atento, todo lo que se le aproxima.

  En las fotos de estudio antiguas, el modelo, incluso cuando mira de frente a la cámara como ellos, está ausente de sí, ensimismado, convertido conscientemente en un objeto muy próximo a una piedra. Los Rarrich, por el contrario, están máximamente presentes, nos interpelan en silencio, se interesan por nosotros con un interés que nada puede igualar. Así atenderían unos padres a la explicación del doctor sobre el estado de un hijo gravemente enfermo. Somos el objeto de un desvelo interminable. Pero, ¿de qué naturaleza es este desvelo?: sentimos que los Rarrich nos miran desde la otra parte, igual que los retratos de las momias de El Fayum. Somos lo único que les queda, el objeto de una curiosidad insaciable, somos la vida que ellos ya perdieron o están a punto de perder.

  Al mismo tiempo, sienten una compasión infinita por nosotros, saben que pronto iremos a reunirnos con ellos, al otro lado, les gustaría advertirnos, pero no pueden. De nada serviría por otra parte. Ella casi ha entreabierto los labios, pero de ellos no saldrá ninguna palabra. Tal vez un suspiro de desaliento. Nos contemplan como a un hijo pequeño en medio de sus juegos, interrogándose angustiados si han hecho bien en traerlo al mundo, donde la probabilidad del sufrimiento es tan elevada. Donde todo acaba siempre mal.

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