El último día que nos vimos discutimos, como siempre,  nunca pensé que no volvería a verte.

Caminaba con mis perros hacia el parque, un miércoles tarde de agosto. Llamó mamá.

-¡Hola mamá!

-¡tu padre ha muerto! ¡Cariño tu padre ha muerto!

-¡qué dices! empecé a llorar de una manera muy extraña, como si me fuera la vida, como si quisiera llorar más de la cuenta y mi cuerpo no diera más, a gritos sordos miraba el móvil como un enemigo o espejismo aterrador.

Nunca supimos vernos, ni tocarnos, que ya es bastante penoso entre padre e hija, tú me quisiste a tu manera, la cual no me sirvió y así viví cabreada por falta de todo, aunque  de esto te das cuenta cuando eres mayor, por suerte. De niña las cosas se leen de otra forma, y con el tiempo ya pasado y repasado das cuenta que lo nuestro podría haber sido mucho mejor. Aunque tu vida era trabajo-bar-sofá-cama  y no tuve tu ayuda en el columpio, la bicicleta, los deberes y la ausencia de un “hola princesa” “qué tal el cole”, tengo algún recuerdo en el que brillaste en mis 37 años.

Fue en un estío de no sé bien que año, como siempre nos reuníamos los primos a pasar allí, al menos, un mes. Era una noche de lluvia de estrellas y los pequeños decidimos montar un chiringuito al raso para poder verlas, linternas, sacos de dormir, plásticos para cubrirnos de la humedad que madruga, anti-mosquitos, mantas y la verdad es que estábamos algo “cagados”, noche negra donde las haya, en mitad de la montaña con solo el cantar de los grillos y nuestras risas que carcajeaban. Tú no te quedaste con nosotros a dormir la noche contando estrellas, pero nos hacías bromas, como esa de “¡Mirad, un burro volando!”, nosotros claro, mirábamos y luego risas, esas risas que tú y yo perdimos en un lugar para siempre. Solo necesitaba eso, trocitos de vida contigo.

Allí los veranos eran únicos y cortos, muy cortos, no por nada, repito que muy cortos.

Cada fin de curso juntábamos nuestra inocencia e hiperactividad en casa de tita Pascuala, allí no había luz, teléfono, carreteras, pero si huertos, avispas y piscina, perros y gatos, gallinas con huevos y un gallo, conejos, chimenea y patatas asadas con pan tostado, zarzamoras, madroños y encinas, pinos y algún roble huérfano al que instalamos una cabaña en sus ramas. Por la noche tito Antonio encendía la burra después de cargarla bien de gasolina y podíamos ver alguna película y las mamás hacer la cena, a la luz de las velas esto era algo difícil, al callar la burra hablaban las velas, y nuestras cartas, con las que pasábamos largas noches hasta el pesar de nuestros ojos que agotaban fuerzas. Recuerdo perfectamente el olor de las habitaciones a humedad y naftalina y el tropiezo del camino a la cama en la oscuridad, había que dormir rápido, la piscina esperaba.

Cada mañana el ColaCao con galletas María, bañador, chanclas y piscina,  raquetas, petanca y bicicletas. Veranos de felicidad eterna, como el sol que nos enrojecía.

Bajábamos a toda máquina por el camino en nuestras bicicletas, los más valientes subían en las más salvajes, las sin frenos, eso era solo para guerreros, las indomables dos ruedas descendiendo por un camino lleno de grietas de sed  y piedras trampa. Yo lo pasaba fatal, siempre tuve miedo a caer, pánico al dolor. La cuestión era llegar con las menos magulladuras posibles,  siempre parábamos en el cruce de la carretera que conducía al pueblo. Para  subir lo hacíamos a pie mientras llenos de emoción, contábamos la bajada.

Arriba en la casa, nos esperaba la cena, gazpacho y tortilla de patatas, excelente combinación.

Al día siguiente otra vez, piscina gafas de bucear y colchoneta, pies arrugados y ojos rojos del cloro desmedido, tomateras, judías, pepinos, lechugas y pimientos fritos. Siestas al suelo fresco, crucigramas, sopas de letras y cuadernos Santillana con Alpinos y Milán.

Lo recuerdo todo y se me hace muy corto, muy lejos.

El último día que nos vimos fue allí, en el campo, en aquel sitio donde pasábamos los veranos.Discutimos.

Ahora es un lugar triste con árboles teñidos de gris oscuro y tus cenizas.

FIN

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