La muerte me adopto.

La muerte me adopto.

Perla Batiz

07/12/2015

Estoy en casa de mis abuelos, escondido debajo de la cama, un tipo me siguió con su pistola y me quiere matar. Estoy temblando de miedo, sólo escucho unos disparos. ¡Estoy desarmado, y ahora qué hago!

¡Oh rayos, hirieron a mi abuela! Sólo escucho sus quejidos. ¡Mi cabeza va explotar! Vienen a mi mente todos los recuerdos de cuando inicié en el negocio.

Tenía 14 años, mi madre trabajaba para mantenerme, pues mi padre no se hizo responsable cuando nací. Ella se casó de nuevo, ahora tengo un hermano, pero lo llevan a la guardería. Mis abuelos eran responsables de mí.

No recuerdo haber necesitado nada nunca, estaba por terminar la secundaria, todo iba bien. Pero ahora creo que no fue lo material lo que me trajo hasta aquí.

Recuerdo cómo mi abuelo se quedaba dormido en el sillón con la televisión prendida. Mi abuela se la pasaba en el teléfono platicando con sus amigas vendedoras de cosméticos. La mayor parte de mi tiempo, la pasaba escuchando música o al lado de los vídeo juegos, pero comencé aburrirme y a sentirme solo. 

Unos chicos en la esquina se juntaban diariamente. Los veía cada vez que me mandaban a la tienda y admiraba cómo reían y jugaban a las luchitas unos con otros.

Un día, uno de ellos se me acercó y comencé hacer amigos. Al inicio a mi abuela no le parecía que fueran a buscarme, pero después se acostumbró. Ella tenía vueltas que dar para visitar a sus clientas, así que era sencillo darme permiso.

Al largo de los meses comencé a desbalagarme. Dábamos la vuelta a otras colonias para pelear y demostrar quiénes eran los jefes. Agarrábamos piedras, palos o a puño limpio pero siempre las otras bandas terminaban huyendo.

Leonardo, un chico mayor que nosotros, lleno de tatuajes el más picudo, se drogaba y el comenzó a revelarnos el negocio. El bato tenía buen carro, organizaba fiestas cada fin y con sus jefes pues no había bronca, su papá se dedicaba a la obra y su jefa hacía composturas de ropa, así que era un buen apoyo para la familia.

El bato me incitó a vender en el parque. Ahí la raza me buscaba y comencé a sacar lana. Mi abuela me la hacía de bronca porque descuidé la secundaria pero no tenía la suficiente autoridad, ella no era mi madre. La jefa y mi padrastro siempre ocupados trabajando para darle un mayor bienestar a mi hermanito. Mi abuelo nunca se metía, me quiso tanto que siempre me dio la razón. Él decía que estaba creciendo y que ninguno escarmienta en cabeza ajena. Decía que cuando él estaba joven, también se agarraba a golpes, pero que cuando se caso se hizo un hombre de bien y que con el tiempo pues iba a madurar.

Pasaron 2 años y comencé a ganarme el respeto de la banda, me ascendieron como distribuidor en los changarros. 

Leonardo decía que los azules (autoridad) no sospecharían de un morro. Así que yo llegaba y a punta de pistola los amenazaba para que vendieran la droga en las tiendas de la esquina. Nunca estuve solo. Mis amigos siempre me acompañaban. Pero eso sí, para la hora en que llegaba mi jefa, pues me lanzaba para la casa de los abuelos esperándola haciendo como que no pasaba nada.

A los 18 le pedí a la jefa irme a vivir con la abuela. Mi mama aceptó pues dijo que era un batallar estarme llevando por las mañanas porque a causa de eso, se le hacía tarde para el trabajo.

Con el tiempo pues me fui revelando más y mi madre ya no pudo detenerme. Hubo varias broncas en la familia pero nada que pudiera hacerme cambiar. Al contrario. Siempre le reclame a mi jefa que nunca tuvo tiempo para mí y que a mi edad era obvio que no me iba a controlar. Mi madre no tenía ni idea de lo que yo hacía. La abuela sospechaba pero se hacía de la vista gorda, siempre le marcaba a mi madre para quejarse. Decía… -¡Ven por él, yo ya crié a mis hijos ya no quiero batallar!- Tal parece que a todos les estorbaba, por eso la vida en las calles era mejor que escuchar a la vieja quejarse.

Ganaba bien, un día me compré una moto, luego un carro y de ahí en adelante no hubo quien me detuviera. Si hubieron amenazas de los contras, pero los mandaba tronar con unos batos que por unos cuantos pesos daban la vida para protegerme y pues ahí paraba la cosa.

Mandé matar varios no lo voy a negar. Pero nunca me ensucié las manos. Cuando cumplí 20, festejamos en un bar, ahí nos amaneció a mí y a toda la banda. El ambiente estaba bien, a unas morras que bailaban en el tubo comenzaron a buscarme y me ayudaban a repartirla.

El negocio fue creciendo, pero también comencé a consumir. Había días que se me iban emborrachándome y me la curaba con un perico. La pachanga la empezaba un viernes y hasta el domingo. Siempre me sobraba raza para la borrachera.

Un día me quedé tirado en la casa del Leonardo y me robaron la mercancía. Me despertó con un patada en el vientre y pues yo no sabía lo que estaba pasando.

Cuando me levanté para defenderme, el bato gritaba como loco que donde estaba la droga. Las viejas que me acompañaban ya no estaban así que supuse esas me habían traicionado. Le pedí tiempo para conseguirle la lana, pero de esta no me escapé. Estoy debajo de la cama de la abuela y el bato me encontró. Me está apuntando con el arma.

¡Mi cabeza va explotar! Estoy sangrando. He bajado las escaleras y mi abuelo está muerto.

Mi abuela esta herida con el teléfono a la mano y se escuchan los gritos de mi madre por la bocina.

¡He fallecido! Ya no estoy solo, la muerte me adoptó. Fin12181812_1052032998170165_15.jpg

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