LAS FOTOS QUE MI PADRE REVELABA

LAS FOTOS QUE MI PADRE REVELABA

Mi padre se murió cuando yo tenía trece años. No logro recordar qué pensaba sobre la muerte  con trece años. Pero sí sabía, ya por entonces, que un muerto no podía hablar, ni moverse, ni comer, ni beber, ni arroparme por la noche. O contarme cuentos. O ir conmigo al parque a tirar migas de pan a las palomas. Todas esas cosas que solíamos hacer juntos, ahora tendría que hacerlas yo solo, ahora y para siempre, y creo que a eso los mayores le llamaban soledad.

Mi padre era pobre; y eso nos hacía pobres a mi madre y a mí también, quizás por simpatía hacia él, pues era un hombre muy bueno y amable. Un trío de pobres, eso es lo que éramos. Aunque recuerdo que lo pasábamos muy bien, igualmente. Como si no nos hiciese falta dinero para pasarlo bien. Sonreíamos, nos hacíamos cosquillas, corríamos por toda la casa, cambiábamos las cosas de mi madre de sitio, jugábamos al escondite y nos contábamos cuentos que inventábamos. Y todo ello sin gastar una moneda.

Un día mi padre llegó del trabajo, trayendo consigo una vieja cámara. Una cámara de hacer fotografías, me explicó. ¡Lo nunca visto! Era negra, pesada y grande, con apliques de madera. Mi padre dijo que podríamos hacer fotografías de todo, con ella. Por ejemplo, dijo, tú ahora tienes ocho años y puedo sacarte una fotografía en la que siempre tengas ocho años. Y el próximo año, continuó, una en la que tengas nueve años, también para siempre. Yo no podía creerme algo así y supongo que debí menear la cabeza sin darme cuenta, incrédulo. Así que mi padre siguió hablándome del maravilloso mundo de la fotografía. Me contó que las películas no eran más que fotografías unidas las unas a las otras y pasadas a gran velocidad. Que podías fotografiar a un fantasma y este saldría en la foto, flotando en el espacio bajo la forma de niebla o bruma. Mi madre, al oírle decir esto, le pidió a mi padre que dejase de asustarme, pero yo no estaba asustado en absoluto.

Esa noche mi padre me dejó dormir con la cámara. La sostuve, en mi regazo de niño de ocho años, y soñé con que ya era mayor y me ganaba la vida fotografiando a fantasmas que moraban en viejos caserones de madera apolillada y a actores famosos parados a la puerta de mansiones blancas como las nubes. Los fantasmas huían, al ser fotografiados, y las familias me daban las gracias por ello, pues habían pasado mucho miedo oyendo sus lamentos y crujidos de cadenas. Los actores famosos me invitaban a champán, por sacarlos tan atractivos en las fotos, y una actriz se enamoraba de mí y me llevaba a su mansión.

Al día siguiente mi padre me llevó al parque e hicimos muchas fotografías. De los bancos, las palomas, los jubilados que tomaban el sol y los columpios vacíos. De los coches que pasaban por la carretera, los escaparates de las tiendas y los mendigos pidiendo monedas, que sonreían al ver la cámara. Por lo visto, la cámara no solo hacía fotografías, también provocaba sonrisas en la gente.

Mi padre me explicó que habíamos gastado tanto carrete con las fotos que tendría que llevar la cámara a la tienda de revelado, donde tendrían listas nuestras fotografías en una semana. Esa semana fue la más larga de mi vida. El lunes siguiente mi padre trajo las fotografías, por fin, en un sobre marrón. Las miré durante horas, extasiado, repasando cada línea, sin manchar ni doblar el papel, admirándolas como un milagro. Nunca antes había visto una fotografía salvo en carteles de la calle anunciando sopas de tomate o aspiradores. Pero esas eran grandes, estaban clavadas en lo alto de los edificios y no se parecían nada a estas, que podía tocar y  llevar de un sitio a otro.

Seguimos sacando fotografías y mi padre iba solo a revelarlas a la tienda. Por mi cumpleaños me hacía una fotografía y yo la pegaba con las otras en un álbum de portada verde.

Un día un coche atropelló a mi padre. Después del entierro dejé a mi madre llorando en la sala con mis tías y me encerré en mi cuarto a mirar las fotografías en las que salía él. Mi padre riendo, comiéndose un helado, con sombrero, riendo de nuevo, los dos haciendo como que peleábamos con mi madre. Me tranquilizó un poco ver que sonreía en la mayoría de las fotografías e intenté no mojarlas con mis lágrimas. Creía que las sonrisas de un padre muerto y las lágrimas de un niño vivo no eran una buena combinación. Saqué la vieja cámara de la mesita de noche y la abrí. No tenía carrete en sus entrañas, completamente vacías. Ya no recuerdo cuanto hacía que lo sabía. Los años, por entonces, parecían mezclarse, enredarse unos con otros y emborronarse mutuamente. Fui al cuarto de mis padres, abrí la cómoda y encontré lo que buscaba: un taco de folios y lápices de dibujo, medio escondidos entre sus camisas. Me lo llevé todo a mi cuarto y lo guardé, junto con la cámara, en mi mesita de noche.

Desde entonces, por mi cumpleaños, le saco una nueva fotografía a mi padre. Miro la del año anterior y añado un año más a su rostro. Me encierro en mi despacho, oyendo cómo mis hijos juegan afuera, y despliego el viejo taco de papel y sus minados lápices de dibujo sobre mi mesa.

Ahora poseo muchas cámaras fotográficas porque, a fin de cuentas, soy fotógrafo profesional. Pero ninguna de ellas me serviría para retratar a mi padre. Necesito su vieja cámara, sin carrete y con el obturador destrozado, para plasmar su imagen en un folio en blanco. Igual que él hacía con mi rostro, con el de mi madre, con los bancos del parque y con los columpios vacíos y envueltos en brumas: quizás fantasmas balanceándose y diciéndole hola a la estropeada cámara de mi padre.

FIN

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