Escuché el silbido sobre las vías del tren y aventé la moneda al aire. El águila vuela sobre el instinto depredador. El sol torna sus alas doradas. Una esperanza, un acto picotea la punzada vertiginosa para escudriñar las ruinas. Descarrilado o en colisión, el vagón no sepulta la existencia del alma que va y viene por el mundo. La fe grita su fortaleza de aquellos que lo intentan. Muere un cuerpo, dentro está la luz. Los que aguardan el suspiro de un llanto entrecortado, siguen luchando, para arañar con sus labios la promesa del surco. Sobre el techo de los vagones, un enjambre de seres humanos. El sol decolora sus sombras, amasa los músculos, calienta retinas. Hombres de oro. La grandeza resplandece. Siguiendo las rutas violentas, velan destinos en diferentes direcciones. La prosperidad contrasta. Voces sordas entre diques y barreras. Ese espejismo ve sus perecederas vidas: unas anémicas, otras hambrientas de compasión. El retrato cuestiona a la memoria, la ofrenda pregunta por su gratitud. En cada camino embrollado, parajes, manos que se extienden por agua y alimento. Dan de comer a sus secretos y los temores les vacían el estómago. El pensamiento volcado en la añoranza. Les aviento mi existencia. De ellos recibo a alguien por quien seguir, y mi vida pujante infla el pecho de sentimientos. Entre matorrales, la voz dosificada sacudió las ramas, que el dolor gritaba una plegaria. Rostro pálido enmarañado de crisis. Cuerpo paralizado de veneno que consume la sangre. Mirada deteriorada por la maldad a cuestas vivida. De sus labios brotó un nombre de una foto borrosa, en anhelo de ternura.  Después de caer exhausta, sus lágrimas regaron el dolor escondido en mi cavidad que revela mis secretos. En el umbral de un consumido sueño, el único lazo sobre un mar de negrura, continuaba en una ruta sin paraíso que cobró el sueño, al huir de su pueblo, para ir al encuentro de una unión de abrazos familiares. Días y noches dolientes tomó forma el despertar de su habla buscando el fruto de su vientre, dejado en algún lugar de la ruta. Sobre la fortificación del instinto, la marcha continuó entre pliegues de imágenes por buscar, saliendo sin destino, y el olor de su suavidad interior dejó en mí su esencia. Y yo pensé en seguirle y buscar en ella las bondades del alma. Y tal vez la encontraría, en un cuerpo cobijado por la hierba, en la ausencia marchita, en la carne expuesta en algún despeñadero, en un paisaje inamovible, en el terreno secuencial de la embriaguez del deseo de ver su rostro en miles de caras, de buscar el fatal consuelo en lo que no muere y vive, en la esperanza que hizo envolverme y amar su causa.  Sólo sé que iré tras ella y buscar a su hija, cuando pase y suba a la bestia.

Fin.

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