“Hacer la América”: navegando en la utopía tras un sueño próspero, aunque solo para convertir cada arruga de mi abuelo canario; en caudalosos senderos de sudores entre los tabacales cubanos, pero millonaria a la hermosa de su hermana.

Los emigrantes canarios a diferencia de los africanos, los chinos y más tarde los negros del Caribe inglés y los haitianos, se mantuvieron sin mestizaje. El isleño siempre se unió a otra isleña o a una «pichona de isleño»: hija de canario nacida en Cuba, pero abuelo fue una de las excepciones de la regla, cuando maridó con una cubana. Unión a la que tajantemente se opuso su hermana, quien se ganó la enemistad de por vida de su cuñada. La que hacía villas y castillas para mantenerme alejada de aquella callada mujer; a pesar de crecer entre el amor de mis padres y el cuidado maternal de mi tía abuela. La que en todo momento despertaba mi curiosidad, no solo por el hálito de misterio y desolación que siempre le rodeó, sino también, por las hermosas historias que me narraba sobre su lejana Canarias, aunque evadiendo en todo momento cualquier alusión sobre el largo período vivido en la capital cubana, antes de regresar a vivir junto a su hermano.

Sus ojos centellaban de emoción, cuando recordaba, cómo siendo casi una niña había embarcado en el moderno y rápido vapor Valbanera desde su querida Tenerife, rumbo al puerto de La Habana, pero al ser convencida por unos amigos; desembarcó en Santiago de Cuba con otros setecientos cuarenta y dos pasajeros, salvando de esa forma milagrosa la vida. El Valbanera, sin poder entrar al puerto habanero producto a un ciclón tropical, sobre las veintitrés horas del día nueve de septiembre de mil novecientos diecinueve, quedó sin gobierno y fue arrojado sobre un bajo arenoso en Half Moon Shoal, dejando tras de sí a miles de desaparecidos. Más tarde la hermana de mi abuelo se trasladaría a La Habana con unos amigos, para trabajar como empleada doméstica en la casa de una familia adinerada y no junto a su hermano quien se quedó esperándola en su finca de labor en el centro de la isla. Años después retornó junto a él para invertir todo su capital en la compra de otras tierras, las que pronto ambos pondrían a producir.

De todas las cosas de la tía abuela, la que más siempre atrajo mi atención; fue aquel pequeño cofre de madera tallada, en la que guardaba sus prendas. Todas aquellas bisuterías que tanto disfrutaba engancharme, aunque, muy oculta de mi madre, quien ponía el grito en el cielo, al atraparme con todas sus prendas puestas, alegando que aquellos artefactos los utilizaban las mujeres de la mala vida para atraer la atención de los hombres, pero los que de buen gusto, tras su muerte heredé. Un día, hurgando en el interior de aquel pequeño cofre, descubrí un doble fondo que ocultaba un retrato en colores sepia, en el que podía observar a una hermosa mujer reclinada en un sofá, con su estructural cuerpo apenas cubierto de ropas, pero en realidad muy parecida a mí, tanto, que muy bien podría decirse que era yo, pero en otro tiempo. Mi abuela, quien en ese momento aún vivía, pudo develarme el enigma.

La mujer de la foto era la hermana de mi abuelo, quien tras él había hecho la América, navegando en la utopía tras un sueño próspero, aunque con mejor suerte que su hermano, quien solo había derramado caudalosos senderos de sudores entre los tabacales cubanos, para malamente alimentar a su familia. Pero mi tía, como primera dama de un afamado prostíbulo habanero de La República, había podido amasar una cuantiosa fortuna y solo cuando se puso muy vieja para el negocio de la carne, regresó junto a su hermano, para al final, enferma, arrinconada y triste, morir muy sola.

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