En la ducha apenas sentía el calor del agua casi hirviendo. Estaba tan absorta en su trance mental que no se había dado cuenta de que el agua salía a una temperatura difícilmente soportable en estado de no embriaguez. No era una embriaguez causada por el alcohol ni ninguna otra droga tomada voluntariamente, sino por una voluntad en conseguir aquello que los estudiosos y no estudiosos tenían a todas horas en la boca últimamente: el mindfulness. Realmente un concepto, o al menos una idea, existente desde los tiempos más remotos, pero que hasta ahora Lucía no había conseguido interiorizar verdaderamente. Miento: sí lo había logrado una vez, pero con una dosis de descontrol añadida que le había arrastrado de vuelta a la consciencia de lo IMPORTANTE, de lo INSIGNIFICANTE dentro de la sabiduría del universo, pero que tanto preocupa a la mediocridad del ser humano. Y sin embargo, ella amaba al ser humano, con sus virtudes y sus defectos. Por una mera cuestión de supervivencia. No podía no querer al ser humano si quería quererse a ella misma, y eso, ya estaba convencida, por mucho que rechazara las frases y mantras típicas y tan repetidas de autoayuda, era esencial: el primer paso, de ida y de regreso, a un estado de bienestar y plenitud; con ella y con los demás: con sus seres queridos: TODOS sus seres queridos, desde el caracol que con su vista ya no alcanza la hierba, como cita Extremoduro en la canción que en ese momento sonaba en el cuarto de baño mientras Lucía se ducha, hasta su madre, su padre, su hermana, su abuela, su yaya ya en el cielo, o en algún lugar en el que ella con los ojos ya no podría verla, al menos en un tiempo “x“ y en un espacio “x”, seguramente determinados y no eternos.

Un «beep» en su teléfono móvil le devolvió a la vida: «¿quién me quiere a estas horas?» Mira su teléfono, despliega el menú de notificaciones y ve que es su madre: «tenemos canelones para comer. ¿Os apuntáis Óscar y tú?» Lucía se lo piensa. Mucho presume de mindfulness pero a la hora de la verdad, hay pequeñas situaciones cotidianas que, precisamente por concentrarse demasiado en ellas, le acaban por parecer verdaderos océanos en los que corre constantemente el riesgo de ahogarse para siempre. Valora los pros y los contras. A Óscar le encantan los canelones de mi madre. Bueno, qué coño, y a mí también. Les hará ilusión verme. Bueno, qué coño, y a mí a ellos si consigo no ser la niñata histérica que parece que tiene cuatro años que se junta con sus padres. En el fondo sabe que es algo bueno. Y que todo lo que sea compartir con sus padres tiempo y conversación, será algo que agradecerá en el futuro y por siempre. Momentos vitales de calidad, en esta sucesión de momentos vitales que es la vida, unos más disfrutados que otros pero, al final, todas las piezas del puzle encajan y ves que esos momentos te conforman a ti, y cuando llegas a aceptarte, aceptas también esos momentos, y dejas de juzgarte por los gritos dados a tu madre, sabes que erraste, pero no te condenas. «Hay que vivir relajada» le decía el día anterior su amiga Susana tomando una manzanilla y poleo menta en casa, y Lucía percibía en esas palabras mucha sabiduría y un deseo verdadero de alcanzar la realidad de ese mantra de su amiga.

Ya en el coche, Óscar miraba fijamente la carretera, con sus habituales movimientos orbitales de sus ojos castaños para no perder detalle de la vida, de lo que cada día ofrece hasta una carretera mil veces recorrida. Lucía estaba a mitad centrada en Óscar, a mitad centrada en ella, a mitad centrada en esa vida compartida con Óscar y con los demás conductores en sus coches de colores, cada uno con su prisma, con su calidoscopio de colores procesando información y llegando a conclusiones únicas, diferentes, todas verdaderas.

Fin

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Padre. Tierra. Libertad. (Fotografía tomada por Concha Vicente Lapuente: compañera de viaje de Padre, y mi madre)

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