¡¿Cómo podía decirle eso?!

Escuchaba, desde el corredor de la casona, a su mujer discutiendo con la hija.

Los oídos viejos, el bochinche de los pájaros en el parral (cuanto daño estaban haciendo en los racimos esos condenados), o el ancho adobe de las paredes hacían que no entendiera bien, pero tampoco quería entrar e intervenir en la discusión. Conocía muy bien el carácter de las dos mujeres.

Pero la última frase había llegado muy clara y contundente: ­_“Si te casas con él serás pobre, tu, tus hijos y los hijos de tus hijos”. Y sonaba como lo que él sabía perfectamente que era: una maldición.

Teresa pasó junto a él como una tromba, llorando, y corrió a esconderse en el rincón favorito de la estancia. Una mueca de dolor cruzó la cara del padre y los recuerdos llegaron en tropel.

No podía enfrentar a Celestina. Lo que ella había hecho, a todo lo que había renunciado, impedía que él dejara de consentirla. A veces pensaba que era demasiado, pero cómo saber dónde está el límite, cuál es el momento de decir basta.

La recordaba enamorada, llena de ilusiones. También los trámites y condiciones que le había impuesto su suegra, cuando sus propios recursos le eran insuficientes para una dote respetable. Sin embargo todo parecía ir de maravillas, cuando la mala suerte irrumpió en sus vidas.

De golpe acabaron los días de atender los viñedos, de cosecha, de regresar a la casa y encontrarla bordando. Tiempos de fiestas y bailes. Ah, cómo añoraba bailar alegremente una jota, empinar la bota y beber aquellos vinos, orgullo del Señorío de Sarría.

Ahora todo era un dulce recuerdo. Esta tierra los había recibido convidándoles la ubérrima fertilidad de la provincia de Buenos Aires, pero ellos prefirieron seguir hacia el sur, hacia lugares nuevos, despoblados y desconocidos donde olvidar las sierras, donde no los alcanzaran las posibilidades de ser reconocidos. No querían devalar su secreto, el motivo de la huida. Ni siquiera quiso saber qué sucedió con el sacerdote que osó tocar a su hermana. Cuando él salió de la casa parroquial estaba como muerto. Un empujón, un escalón y una saliente, mala combinación. Sólo sabía que su hermana había tomado los hábitos religiosos. Preferían ambos dejar de lado las conversaciones sobre la lejana Navarra. Sobre todo luego de que la madre de ella se suicidara.

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Mi bisabuela Teresa se casó igual. La maldición perduró. Pertenezco a la primera generación que quedó libre de ella. Tal vez un día pueda llegar hasta la puerta de la casa ocho, en la Calle Mayor de Artazu. Ya lo hice por Google.

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Así habrán visto el puente antes de cruzarlo por última vez

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