Cuando por fin lo hallé ya no tenía preguntas que hacerle. Al buscarlo había ido abriendo todas las puertas de su vida, una por una con persistencia y sin cansancio, había descubierto todos los detalles de ese juego a las escondidillas que había empezado hacía tantos años. Había llegado a la última puerta y ya no quería saber quién estaba detrás. La situación era ridícula porque de haber desistido de tocar el último timbre, habría dejado la tarea incompleta; pero al llamar en la última habitación de aquel pasillo interminable vería por fin al hombre que me había abandonado a mi suerte con una madre moribunda. Tuve que hacerlo.

En esa casa de campo el viento era tibio, los abedules agitaban su melena con el viento, las flores silvestres gustosas donaban su elíxir a las inquietas abejas. Uno que otro abejorro ejecutaba su alegre danza de maracas golpeando las alas para que las mariposas ejercitaran sus ballotte y cabriolle más hermosos del “Lago de los cisnes” de Chaikovski. Los cuervos, ciegos de vanidad, creían corroborar con sus horrendos graznidos a la belleza de ese cuadro tan habitual en los campos rusos.

Él estaba sentado en una banquilla, miraba en mi dirección, tenía la espalda encorvada como si ya fuera un anciano de ochenta años, sus gafas se le habían deslizado por la larga y afilada nariz, la luz del sol se reflejaba en su inminente calva, sostenía en las manos una pequeña pala y su overol azul estaba manchado de barro. Respiraba con agitación y su cuerpo, en otros tiempos macizo y fuerte, se veía un poco tieso y seco. Se levantó, tiró los guantes de jardinería y permaneció así esperándome. Se mantenía en pie con dificultad.

Noté que teníamos la misma cara ovalada, la misma piel, los mismos ojos, sólo su altura me parecía inferior. Me separaban de él unos veinte pasos cortos que fui dando sin prisa, en cada uno reaparecían los sucesos que lo habían separado de mí. Primero, el enrolamiento como simple soldado en el ejército, luego su primer ascenso y su medalla al valor por salvar a sus compañeros, seguían su anonimato y su comisión como espía soviético, las horas eternas de entrenamiento para dominar la lengua alemana. A continuación, su imagen de traductor y miembro de la sociedad húngara de escritores. Poco a poco se le va notando el resquebrajamiento de la cara porque la tensión y el estrés, que le provoca el simple conocimiento de las consecuencias fatales de un error en sus estrategias de infiltrado, le quita el sueño. No le gusta que su nueva esposa sea una mujer tan superficial y descuidada. Tiene que cerciorarse de que no habla dormido por las noches y cada mañana saca su grabadora de enormes rollos de cinta para confirmar que sólo ha emitido ronquidos en estado onírico.

Empieza el peor momento. Descubre que su esposa está, secretamente, al servicio del enemigo. Él la ama, a pesar de sus grandes defectos, pero éste, en particular, no lo puede perdonar porque significa la muerte en el paredón extranjero o la condena a Siberia en el propio. No sabe qué hacer. En ese pequeño lapso de duda que tiene, veo que me he acercado y estoy a la mitad del trayecto. Diez pasos más y estaré a su lado, atravesaré esa barrera de incógnitas resueltas con hiel, rencor y desvelo.

El undécimo paso es la disolución del matrimonio Unger; el duodécimo para la noticia fatal de que Christel ha sido fusilada bajo la acusación de traidora a la patria; el decimotercero para su repatriación y su vuelta a Moscú con la noticia de bienvenida de que no se sabe el paradero de su hijo y su difunta primera esposa; el décimo cuarto es para los años de trabajo en el Servicio Secreto del Comité de Seguridad Ruso; el décimo quinto es para su primer infarto y la parálisis temporal de la parte izquierda de su cuerpo; el décimo sexto es para su modesta unión nupcial con una enfermera muy humilde, jacarandosa e inteligente que lo admira y quiere por su alma de poeta; el décimo séptimo es para su nuevo piso en la primera planta porque su corazón es demasiado delicado y no soportaría un tercer infarto; el décimo octavo es para sus principios de esclerosis y la amputación del pie izquierdo por causa de la diabetes; el décimo noveno es para su exilio a la casa de campo, la vuelta a la naturaleza y el abandono total de la sociedad. Ahora, su única afición es componer canciones y recitar poemas mientras derrama lágrimas por los cuerpos de sus compatriotas que ha visto caer bajo la lluvia de plomo de los fusiles de los enemigos y del arma propia. No recuerda con exactitud todas las tragedias que lo hicieron vivir encerrado en ese eskené, mientras los espectadores, lo veían sufrir los diálogos de sus obras aplaudiendo el espectáculo desde el koilon. El eco de la música bélica, de las danzas húngaras y las polkas, le humedece los ojos.

Estoy casi frente a él y el último paso me dejará exactamente a su alcance para abrazarnos. Siento que me mira por encima de sus gafas, analiza mi rostro y con sonrisa de asombro descubre que es él mismo, más joven, todavía sano y fuerte. No dice palabra alguna, pero veo el vaivén de su pecho, siente alegría por el encuentro y miedo de que sus entrañas exploten y no soporten el bombeo de su corazón y se vea privado de estrechar a quién ha esperado toda una vida. Quiere hablar, no puede, las palabras se han secado, hace un esfuerzo y salen unas sílabas inteligibles. Lo saludo, sonrío con amor y compasión; con un gesto de súplica y perdón al mismo tiempo. Por fin, articula la pregunta que se ha retrasado varias décadas en materializarse. — ¿Eres tú?—. Lo rodeo con los brazos y descubro, con pesar, que es la primera y última vez que lo hago.

Fin.

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