Madruga el día a través de los minúsculos puntos de luz que intentan colarse a través de la persiana casi cerrada. Un intenso dolor de cabeza despierta al incorporarse en la cama. En el baño, la imagen del espejo le desafía con una mirada siniestra de marcadas ojeras. Ve su nariz, herencia del padre. Los gruesos labios de su madre. La frente y los pómulos llenos de cicatrices, antiguas lesiones de cuando no quiso parecerse a ellos. Entonces, ni siquiera el hacer de la cuchilla logró calmar su ansiedad. Oye una voz que le grita, que le ordena… Intenta ahuyentarla y recomponerse con el agua helada del lavabo. No soporta la idea del desayuno.
Al salir al pasillo, cerrando la habitación de un portazo, un aura dulzona y artificial le golpea la nariz y el estómago. Alguien bañado en perfume pasa por allí:
-Buenos días, ¿cómo te encuentras hoy? – le miente una voz con bata blanca que resulta familiar. Reconoce el olor a frasco caro.
<<Aun así, nunca huele bien>>.
Ignora. Siempre le ha dado pereza mentir. Recordar cómo y a quién miente le produce fatiga. Su andar cansino recorre el vestíbulo de paredes inmaculadas y luz fluorescente que daña la vista.
La calle es como un escenario lleno de títeres:
<<Vais listos, cabrones, si pensáis que voy a formar parte de la comedia>>.
Se deja engullir por la boca de Metro, mezclado con la masa informe. Llega el tren a la estación. Para y pita. Marcado el cierre de puertas estresada va la sangre recorriendo la vena de la ciudad. La gente en sus móviles no ve los ojos que les observan en el vagón. La pantalla brilla más que su ideario.
Las monótonas estaciones se suceden hasta la suya. Sabe con certeza que no es su estación. Pero es lo que ahora toca. Bajar en la estación equivocada. En un momento inadecuado. Con la sensación, siempre, de no estar alimentando la vida. Solo rellenándola para que se calle. Poniendo el chupete para que no llore en lugar de amamantarla.
La salida de Metro da a una calle aromatizada por la panadería cercana. Siente hambre. En la esquina hay una sucursal bancaria llena de ofensivas pintadas recientes. El suelo lleno de cartones y una manta podrida. ¿Quién durmió allí? Quizá aquel que rebusca en la papelera próxima. Se reconoce. Algo le chorrea en una mano. Parece un bocadillo tirado allí expresamente para su desayuno. Se lo lleva a la boca. Devora con ansia. Odia el sabor a kebab con mayonesa. Se le inunda la boca de grasiento sabor pastoso que resbala por el esófago. Cae precipitado al estómago. Rebota en una arcada. Sale a bocajarro: espesa agua sucia con tropezones. Vomita sobre los pies descalzos apestados de mugre y asfalto. La piel es negruzca. No se sabe si por exceso o falta de luz.
Un tipo trajeado, de los que nunca huelen bien, camina por esa misma acera esquivando el bulto. Encorva el cuerpo en gesto de desagrado. No soporta el olor a vómito fresco, a alcohol barato, a orín, a sudor indefinido. A abandono. Tapa su nariz con la manga del abrigo de marca. En la otra mano reluce un maletín negro de piel. Hace juego con sus impolutos y brillantes zapatos de cordones esmeradamente atados. Entra en un garaje. En pocos minutos, sale conduciendo un flamante automóvil.
<<Ojalá te estrelles…>>.
Lo ve alejarse por la carretera. Camina indiferente hacia la calle empedrada donde vive su tía. Esta espera su visita diaria. Vive en una de las pocas casas que quedan. Recordatorio de un pueblo que se convirtió en ciudad demasiado deprisa sin dejar de ser villa. Atravesando la Plaza de la Fuente de los Peces ve a los pocos yonquis que van quedando reunirse en el banco de piedra. Uno de ellos le saluda levantando la cabeza pero no lo conoce.
Sumido en el dintel de la puerta, enmarcado en una blanca fachada de pintura que amarillea, el timbre suena a chicharra afónica por los años. Manchas de humedad se acumulan en la parte inferior ahuecando la pared. Los desconchones sobre el áspero felpudo. La puerta de goznes chirriantes y oxidados se abre. Cruje la madera. La interna que cuida de la tía le da paso, temerosa, mirando al suelo. No le es nada simpático. Sabe que se aprovecha de la tía Teresa. La roba todo lo que puede. Tampoco mucho, pues la escueta pensión de la anciana, día a día, merma más aún.
<<Debería pensar más en sus obligaciones. Como ventilar la casa de este olor a aire rancio. No soporto su presencia>>. La simpatía es recíproca.
En el reloj de cuco de la pared del viejo y oscuro salón, el guerrero de la paciencia cortará las horas con su espada. Lentamente.
Teresa abre los ojos sonrientes al verlo entrar en su cuarto. Es la segunda vez que los abre en la mañana. La primera fue cuando llegó la mujer de la ONG para ayudar en su aseo, trabajoso para una sola persona. Antes tenía ayuda a domicilio pero los recortes de la Ley de Dependencia, la dejó sola con la interna. Un grupo de voluntarias, tres veces por semana, viene a ayudar con la encamada. Voluntarias generosas con la desconocida. Intentando aportar su grano de arena por un mundo mejor.
Teresa bebe los vientos por descansar y la vida no la deja. Duerme mucho. Apenas come. Prácticamente se mantiene del poco líquido que ingiere. Le fallan las fuerzas al hablar. A sus 96 años, le ha cansado vivir.
Por señas, le indica qué quiere. Él acerca su oído a la boca de la anciana. Adivina un hilo de voz:
-No puedo más.
Él ofrece su mano. Teresa la agarra con pretendida fuerza. La suelta exhausta, superpuesta a la de él. Este la aprieta, dos veces, con pretendida complicidad. Teresa sonríe, dos veces. Cierra la boca desdentada como la de un bebé. Dos veces cierra y abre los ojos. Finalmente, se queda dormida. Él la observa respirar. Tranquilamente. A veces cree que se para. Morirá durmiendo. Sin dolor.
De repente, despierta sobresaltada. Desorientada. Le mira con pánico hasta que le reconoce. Él la llama. La guiña el ojo, dos veces.
Entonces, resucitada de entre la bruma del sueño, la voz de Teresa suena alta y clara:
-Hijo, ¿tomaste tu medicación? ¿Qué será de ti cuando yo falte?
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