Una historia de voluntariado más

Una historia de voluntariado más

Muchas cosas comenzaron para mí a finales del siglo pasado. Faltaban aún algunos meses para que acabase cuando regresé de Londres. Además de algunos piercings y esmaltes de uñas, me traje semillas de vida que fueron dando frutos poco a poco. Me había ido allá al acabar la universidad, unos años atrás: la excusa fue el inglés y las razones otras. Mi último año allí fui voluntaria apoyando a personas con discapacidades severas. Fue, sin duda, una buena inversión para mejorar el idioma: tenían el tiempo y las ganas de enseñarme expresiones. De regalo me entró el “gusanillo de lo social”.


Cada vez tiene menos sentido buscar un trabajo de bióloga y dejarme los días en un laboratorio de control de calidad…


Me hubiera quedado más tiempo tal vez, enganchando de un voluntariado a otro, para siempre quizá vagando en el universo anglófono de proyectos de desarrollos e igualdades, de no haber llegado aquel marzo. Tres meses, tan solo y apenas, después del diagnóstico. Todo estaba previsto: las quimioterapias funcionarían, yo llegaría a finales de abril para el nacimiento de mi cuarto sobrino y ella me contaría de su mejoría milagrosa. Pero en marzo murió, unas semanas antes de su cumpleaños. Yo decidí regresar a Madrid para quedarme.


Todo es tan, tan rápido… Ni respirar puedo, a ratos, ahogada por mil cuestionamientos fuertes y claros.


Me instalé con una amiga común, también compañera del colegio. Encontré con ella algo de paz para el duelo que tanto me costaba superar y del que tan difícil me resultaba hablar. Me apoyó a buscar cómo involucrarme de otro modo en el mundo que me rodeaba, partiendo de quién yo era y no de qué sabía. Seguir siendo voluntaria fue una opción de búsqueda válida, como otra cualquiera.


Esta vida dura lo que dura, no más, y está ahí fuera, compartiendo y descubriendo, siendo “la diferencia que quiero ver en el mundo”…


El azar (o el destino) hicieron que diera con alguien que me escuchó. Se trataba de una pequeña asociación que formaba parte de un movimiento internacional con nombre grandilocuente. Su funcionamiento a nivel local reposaba en el compromiso de personas, básicamente. Conseguimos una propuesta común, compatible con mi trabajo en una agencia de viajes (y con mi búsqueda personal) y con sus necesidades. Comencé a colaborar con ellos poco antes de Navidad, un par de veces por semana.


No es un curro “ganapán” lo que quiero, es otra cosa…  


Con una oficina en un barrio elegante del norte de la ciudad y presencia en barrios de chabolas del sur, me propusieron descubrir qué era la extrema pobreza en aquel Madrid de comienzos de milenio, donde cualquier hijo de vecino podía hacerse rico de la noche a la mañana (“ojo: no todos, sino cualquiera…”). En aquellos días el tema principal era los realojos que el IRIS (Instituto de Reinserción e Inclusión Social) estaba proponiendo a las familias de esos barrios, que iban a ser desmantelados. El objetivo fundamental era hacer de puente entre las familias y las distintas instituciones implicadas, que la voz y la experiencia de los más pobres fuera tomada en consideración.  A cargo de los proyectos estaban los “voluntarios permanentes”. Eran seis en el equipo de Madrid. Venían de aquí y de allá, por más o menos tiempo. Trabajaban a tiempo completo (total, más bien) para la ONG (Organización No Gubernamental) y a cambio recibían ciertas seguridades materiales que les permitían liberarse del mercado laboral. En total había un par de cientos de ellos, distribuidos en asociaciones locales en diversos países. No eran necesariamente profesionales académicos de lo social, ni misioneros, ni mártires, ni se hacían ricos con el sueldo, ni aspiraban a hacer carrera… Frente a estos “voluntarios” (permanentes), los que ofrecíamos parte de nuestro tiempo libre éramos llamados “aliados”: este término me evoca, aún hoy, películas en blanco y negro sobre la Segunda Guerra Mundial.


Como si entrase en una logia (en una secta, estima mi familia), gata curiosa, me lanzo a mirar desde otra perspectiva.


Leí horas y horas sobre planes de desmantelamiento de poblados chabolistas, proyectos de desarrollo y de integración social de poblaciones en riesgo… Nada de esto me era totalmente extraño: crecí al otro lado del Manzanares, creyendo que el centro comenzaba en Legazpi. No, no es que no conociera las chabolas ni los realojos. Es que para mí pertenecía a otra época: “eso” ya no existía en Madrid. Se había acabado en los 80. El desarrollo había llegado con la construcción del edificio de la Junta Municipal de Usera, que ocupó el espacio del circo y los jardines de las “casas bajas”. El nuevo milenio se proyectaba sin esas miserias del pasado. Descubrir, sentada en una oficina en el norte de la ciudad, que “aquello” aún existía, me resultó perturbador, cuando menos.


¿Cuántas veces puedo seguir una misma iniciación? ¿Cuántas veces puedo olvidar lo aprendido y reaprender lo desaprendido?


Así que aquella oficina se convirtió mi nuevo salón de clases sobre exclusión social. Tomando café con azúcar tras las reuniones, yo buscaba entender  mejor y sentía que me caía del nido una y otra vez. Ese verano participé en los talleres culturales para niños y adultos que se organizaron en el Pozo del Huevo. Estaba más allá de El Pozo del Tío Raimundo, en Vallecas, tan cerca y tan lejos. Durante varias semanas me encontré a diario con caras conocidas y no conocidas, gitanas y no gitanas… Supe que la miseria no dejó de existir al salir de las calles de mi infancia, solo se mudó, como yo misma. Pero lo hicimos a distintos barrios.


Es aquí y es ahora… Ahora o, tal vez, nunca…


Durante meses viví, a borbotones, experiencias que marcaron mi forma de ver el mundo irremediablemente. Una tarde de agosto, mientras vendía un billete a una pareja para un fin de semana en Egipto, lo decidí: elegí el voluntariado permanente como forma de vida para mí. Me incorporé al equipo internacional y conocí realidades semejantes en Guatemala, Francia, Perú, Suiza… Conseguí llegar a ver el mundo como uno solo y dejó de sorprenderme que fuera tan similar lo que vivían los más pobres en Estados Unidos, Filipinas, Reino Unido, Bolivia, Bélgica… Similar en muchos aspectos: con pensamientos del estilo de “¿por qué otros consiguen salir adelante y ellos no?”, los más pobres son señalados como culpables directos de las situaciones (a veces surrealistas) que viven. Cuestionados en su día a día por vecinos e instituciones, son familias a las que se prefiere no mirar a los ojos. En la lucha global (y parcial) contra la pobreza, las familias más pobres forman parte del porcentaje que no se salva, del que queda en el camino víctima del daño colateral socialmente aceptable para un desarrollo de la mayoría… En España o en Burkina Faso, ellos no son raramente considerados actores válidos y frecuentemente meros receptores: las personas que más saben sobre extrema pobreza no son considerados expertos a la hora de luchar contra la pobreza, ni aquí ni en la ONU (Organización de Naciones Unidas).


La línea recta no existe en la Naturaleza: es una creación del Hombre, como la miseria («y solo el Hombre puede destruirla»).


Tras pasar seis años como voluntaria permanente, mi camino tomó otros rumbos y decidí dejarlo. Me casé, cree (y creí en) mi propia familia y regresé a España a los pocos años. Participé, como aliada, en algunas reuniones de reflexión sobre la vivienda y fui, de nuevo, testigo: esta vez de la desesperación que producían desalojos inevitables, una década antes lo había sido del nerviosismo que producían realojos inminentes. La oficina se había trasladado a un barrio multicultural, cerca de la Puerta del Sol, y la coyuntura social también era distinta: hipotecas y empleo eran temas recurrentes. Algunas caras, en cambio, eran las mismas. Intuí entonces que, de algún modo, seguiría siendo parte de este movimiento contra la miseria, cualquiera que fuese en adelante mi aquí y mi ahora.


Los cambios se suceden y aprendo a fluir con ellos…


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