“¡Ser, o no ser, es la cuestión! -¿Qué debe más dignamente optar el alma noble entre sufrir de la fortuna impía el porfiador rigor, o rebelarse contra un mar de desdichas, y afrontándolo desaparecer con ellas?”

Cuando yo apenas entraba en la adolescencia con once años, fui vendida a un hombre mayor y sometida a su mandato y al de su madre. Aunque trabajadores responsables, mis humildes padres no tenían el millón y medio de rupias de dote para entregarme, forzadamente, al varón escogido que hiciera las veces de esposo-guardián.  Mataron dos pájaros de un solo tiro:  menos responsabilidades y más dinero para alimentar a sus otros niños.

Según la costumbre, mi padre nunca me permitió estudiar, pese a que apenas sabía leer y escribir, porque yo había nacido para cuidar del hogar y hacer hijos.  Por supuesto, el trabajo remunerado fuera de casa me estaba vedado.  Me sentía inservible, inútil y una carga económica para la familia pero ese era mi destino.

Ese terrateniente de luenga barba blanca y malsanos ojos oscuros, vestido con su shalwar kameez, a veces con su tupai a veces con su turbante, abusaba de mí como cosa normal de todos los días y después me separaba de su lado con esos “golpes no agresivos” que evitaban la cara.  Según el ánimo, llamaba a la otra – tenía tres – para hacer lo propio otra vez.  Así, semana tras semana, mes tras mes.  El era el insaciable dueño y yo su sierva obediente y sumisa.

En cuanto descubrió que estaba encinta, la madre de mi amo, que tampoco me aceptaba, no dudó en envenenar mi ración de comida.  Yo logré sobrevivir pero a la niña que llevaba en mi vientre no se le concedió el derecho a nacer y, luego de tirarla al vertedero, fue devorada por ratas y perros hambrientos que se peleaban por los tiernos pedacitos de carne y hueso.  Mi corazón estrujado se desleía en llantos escondidos y mi mente huía ante semejante sinrazón.

Todo mi ser se rebelaba contra lo ocurrido pero callaba, oprimido.  No podía ir sola a la policía porque mi declaración no era tenida en cuenta y tampoco tenía algún testigo masculino – tres son obligatorios – que avalara lo sucedido.  El asesinato de mi niña viviría en mi mente como una pesadilla – mi pequeña sin nombre, sin rostro, sin existencia – secreto de vida y de muerte guardado bajo llave en las sombras del olvido.

“Morir, dormir, no despertar más nunca, poder decir todo acabó; en un sueño sepultar para siempre los dolores del corazón, los mil y mil quebrantos que heredó nuestra carne, ¡quién no ansiara concluir así!”

Mi mente se perdía en un abismo borroso; una espiral de soledad me envolvía.  Tras mendigar a los sueños unos raídos hilos de fuerza y coraje, escapé de la casa del patrón y regresé a la de mis progenitores – hazaña que fue vista como una deshonra a la familia de mi amo.

El señor no iba a tolerar tal rebeldía de mi parte.  Los crímenes de honor son el pan de cada día, están aceptados por la sociedad y por el gobierno – los masculinos – y sobretodo están respaldados por la sharia. El miedo me traspasaba el cuerpo.  Me sentía abatida pero no quería que me maten.

Me agazapé en un rincón envuelta con el hiyab durante un par de días.  Finalmente, al tercer día, llegaron él, su padre y dos de sus hermanos amenazando a voz en cuello y exigiendo sus derechos.  Sigiloso, uno de ellos entró al cuarto, me castigó a golpes y me roció con ácido en represalia.  Grité de dolor y me desmayé regalando tiempo al ácido para que carcomiera mi cuerpo desde la piel hasta los huesos.  Todos ellos se escabulleron y huyeron de casa – la cuenta estaba saldada – el daño estaba hecho.

En el hospital local, al que me llevaron mis dos pequeños hermanos, los enfermeros comenzaron de inmediato a tratar las quemaduras.  Mi estado era muy delicado – mi cara y cuello eran carne viva y los huesos de la cabeza y del hombro estaban expuestos.  Las heridas no sanarían sino en larguísimo tiempo y las desgarradoras cicatrices me acompañarían de por vida.  Todo estaba derretido y el dolor era insoportable.  Mi cuerpo se estremecía y temblaba.

Al enterarse de la gravedad de mi situación, fui repudiada por mis padres…  Nadie se hizo cargo de mí y me dieron de alta del hospital con las llagas a medio curar.

“¡Morir… quedar dormidos… Dormir… tal vez soñar! -¡Ay! allí hay algo que detiene al mejor. Cuando del mundo no percibamos ni un rumor, ¡qué sueños vendrán en ese sueño de la muerte! Eso es, eso es lo que hace el infortunio planta de larga vida.” 

Yo, Nadida (=igualdad), nacida en Karachi, Pakistán, ciudadana de segunda, vendida por dinero, desfigurada por mi amo, repudiada por mi familia, vilipendiada, vulnerable y débil, pobre sobreviviente, ahora vivo en un orfanato porque nadie me quiere.  Solo ellos supieron acoger los despojos desamparados de una persona que fue destruida por ser mujer.

149606_100192113385475_731364.jpg

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus