La pobreza de quien no es pobre

La pobreza de quien no es pobre

Hace un año empecé mi trabajo en una escuela ubicada en los suburbios de la ciudad. Aunque carece de recursos, la gente tiene buena disposición. Los estudiantes son alegres, amables, joviales y tiernos. Sin embargo, noté que no sucedía lo mismo con mis compañeros de trabajo; ellos tal vez tienen más experiencia que yo en este tipo de trabajos, sin embargo, considero que puedo aportar bastante.

A los dos meses de haber empezado, me fui encariñando con mis estudiantes. Fui adquiriendo su confianza, hasta el punto de conocer sus experiencias de vida. La mayoría no se alimentaba bien, tenían problemas con sus familiares, estaban en medio de conflictos con pandillas, entre otros problemas. Lo que me gustaba oír de ellos eran sus ganas de estudiar para salir adelante, en sus palabras: “para ser alguien en la vida”. Yo siempre cuestioné esas palabras, las ataqué, las corregí; sin embargo, el sentimiento es innegable. Ellos sentían que no eran nadie, que sus vidas no tenían sentido, que a la sociedad no les importaban, que todos los odiaban; y ahí, en medio de sus preocupaciones, aparecí yo, aquella persona que les brindaba amor. En realidad me sentía muy bien.

En una ocasión una niña me contó cómo su padrastro había abusado de ella, ella le dijo a su mamá, pero su mamá no le creyó. Tal fue la insistencia de la niña, que su mamá decidió mandarla a vivir con su abuelita. La niña no se sentía bien, le disgustaba pensar que su mamá quería más a su novio que a su hija. ¿Y el papá? Pues papá no tenía, su padre había sido asesinado cuando una bala perdida lo encontró. Desde los cuatro años no ha tenido papá y luego, a sus 11 años, es abandonada por su mamá. Por fortuna, tuvo una abuela que la acogió. Como esta experiencia, conocí muchísimas otras.

En los descansos acostumbraba hablar con mis estudiantes. Les regalaba plata para que comprasen algo de comer. Les explicaba temas que les causaba curiosidad. Era muy divertido y refrescante relacionarme con ellos, puesto que he acostumbrado a vivir sólo en compañía de mis libros. Jamás imaginé que trabajar en los suburbios fuera tan gratificante.

No obstante, a los cuatro meses me comencé a sentir cansado. No era mucho el dinero que conseguía y yo quería darme algunos lujos. Mientras tanto, en el colegio los estudiantes se mostraban diferentes. Parecía que algo había cambiado en ellos. Eran más reacios, perezosos y, algunos, hasta groseros. En una ocasión tuve que gritarle a un pequeño, porque no quería prestar atención y distraía a todos sus compañeros. Fue tan fuerte el grito y las palabras que salieron de mi boca, que todo el salón quedó en completo silencio. Después pensé en lo sucedido y supe que la confianza ganada había sido perdida.

Comencé a conocer las intenciones de ellos. En todos los descansos acostumbraban a pedir plata, sin tener necesidad, y por prudencia decidí no regalarles más. Ellos no se sintieron a gusto y la mayoría dejó de hablarme en los descansos. Ya sólo les interesaba jugar, ¡vaya juegos que se inventaban!

Uno de esos juegos era individual, la idea era marcar con el lapicero al contrincante. Debía rayarle el brazo y el que tuviera más rayones perdía. Este juego no significaba nada para el ganador, la única intención era lastimar al contrincante; eso no resultaba en peleas ni pérdida de amistades, sólo era parte de la diversión de ellos.

Otro juego que acostumbraban era el de tirarles piedras a sus compañeros de otros salones. Este juego empezaba de manera unilateral. Las piedras no eran grandes, acostumbraban a ser pequeñas y la única intención era fastidiar, en ningún momento la intención era lastimar. Sin embargo, en una ocasión un estudiante fue agredido con una piedra de considerable tamaño y éste fue directamente hacia el grupo agresor y le dio un puño al primero que se le atravesó. La pelea no duró ni siquiera un minuto. Los dos fueron citados y la escuela se tornó en un campo de batalla. Los bandos estaban establecidos por salones, cada uno defendiendo a su compañero respectivo.

En vista de estas situaciones, comencé a sentir que estaba perdiendo el tiempo. Al fin y al cabo, los buenos siempre han sido buenos y los malos siempre serán malos. Estos niños no deseaban educarse, no deseaban un cambio en sus vidas, no deseaban transformar su entorno, lo único que deseaban era darle rienda suelta a sus placeres. Debido a eso, se multiplicaron las riñas en la escuela, la droga comenzó a ser parte de la rutina diaria, el sexo en los baños se volvió común; tanta fue la situación que la escuela comenzó a establecer un régimen cuasi militar. Ya no podían ir a los baños solos, ni demorarse mucho tiempo ahí. En los descansos los profesores debían estar situados alrededor de todo el patio para prevenir las peleas. Se instalaron cámaras de seguridad que vigilaran toda la escuela. Incluso se comenzó a regular la entrada a la pequeña biblioteca porque dañaban los libros, si es que no se los robaban.

¿Ayuda?, ¿para qué ayudar a esos pícaros y malvados niños? Lo que se debía hacer era castigarlos con severidad, tal como lo hacían algunos padres. Darles correa o pegarles con lo primero que uno se encuentre. No escucharles, porque sus palabras carecen de sabiduría. No acercarse para prevenir la insolencia de ellos. Lo mejor era abandonarles a su suerte. Que los matasen jóvenes, ¿qué más da? Al fin y al cabo no son nadie en este mundo.

Mis reflexiones cada vez se hicieron más agudas y profundas. En realidad el voluntariado carecía de sentido, ayudar a los pobres no tiene razón de ser. Lo que merecen es ser excluidos y rechazados, aislados de la civilización. Ellos no pueden aportar nada y, en cambio, sí pueden generar mucho daño. Son los culpables de la maldad en el mundo, son los culpables de las guerras, son los culpables de la contaminación, son los culpables de la crisis económica, son parásitos destructores…

Pero… ¿qué estoy pensando?, ¿acaso soy mejor que ellos?, ¿quién carajos me creo? Seguramente alguna vez me sentí el redentor de ellos y ahora me he convertido en su verdugo. Sentimientos van y vienen, pensamientos dan vuelta alrededor de mi cabeza. ¡No sé qué pensar!, ¡no sé qué hacer!

Mi intención de ayudar se ha perdido. ¿Cómo podré ayudar a alguien si yo mismo necesito ayuda? Estoy perdido en medio de mis moralismos, son una caja llena de orgullo y prejuicio. No merecen ellos de lo que yo les he brindado, porque sólo es veneno lo que han recibido. Más bien, necesito yo por ellos ser ayudado. Que sus brazos de amor abracen a este ser abandonado. Que sus palabras confusas y llenas de temor, lleguen hasta mí e iluminen mi interior. No son ellos los culpables de situación, soy yo el culpable de tal aberración. No son ellos el mal a erradicar; soy yo y los miles como yo, que debemos este mundo abandonar. O tal vez no abandonar, sino más bien otorgarles todo nuestro favor y darles toda nuestra preferencia a los pobres; quienes han sido atropellados por los pensamientos y las actitudes más aberrantes. A aquellos que en su ignorancia tratan de sobrevivir, mientras que nosotros con nuestra sapiencia los tratamos de destruir.

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