Aquellos repentinos destellos de luz surgieron de la más absoluta oscuridad; merodeaban por su mente evocando imágenes de antaño.

Se veía a sí mismo sentado a la sombra de un álamo, a orillas de un hermoso lago de aguas aturquesadas, al que solía acudir en compañía de su esposa. En aquel silencioso lugar, donde el sol se ocultaba bajo los seductores encantos de un horizonte carmesí, únicamente se escuchaban los ecos melancólicos de su violín, del que ya solo salían notas de tristeza y amargura. 

Mientras divagaba, inmerso en sus pensamientos, escuchó la voz de su esposa; alzó la vista desconcertado y la vio emerger de las aguas del lago como una ninfa misteriosa. Sus ojos enrojecidos la miraron incrédulos. Sin pensárselo dos veces se desprendió rápidamente de su ropa y se lanzó al agua para tratar de alcanzarla. Nadó todo lo rápido que pudo; pero cuando ya casi podía tocarla con la punta de los dedos se desvaneció ante sus ojos sin dejar rastro. Salió del agua aterrado y confuso; tenía el firme convencimiento de que un espíritu maligno había tomado la apariencia de su esposa y de que, en ese preciso instante, le acechaba agazapado entre la maleza. Cerró los ojos para evadirse de aquellas visiones y, en un intento de acallar la voz impostora de aquel demonio que le hostigaba, continuó tocando su violín hasta quedarse dormido.

Al día siguiente, un sinfín de burbujas llegó con la brisa de la mañana; flotaban al amparo de un precioso amanecer dorado que presagiaba tiempos mejores. El violinista, embriagado por una paz indescriptible, se sintió atraído por ellas y las siguió hasta una inmensa pradera donde una niña correteaba rodeada de flores silvestres. Estaba de espaldas; llevaba una pamela blanca y un vestido largo, de idéntico color, que sobrepasaba con creces su minúscula figura. Él la miró con la convicción de que aquellas imágenes no podían ser ciertas; pero con la esperanza de volver a verla algún día, de que el paso del tiempo no hubiera borrado, en ella, sus ojitos de miel y su sonrisa de ángel y poder, así, reconocerla. La niña, al advertir su presencia, comenzó a girarse hacia él rodeada de todas aquellas burbujas que parecían obedecer sus mandatos; pero cuando el violinista ya casi podía adivinar su rostro, una voz infantil retumbó dentro de su cabeza.

—¡Señor Stradivarius! ¡Despierte! Prometió que tocaría para mí.

El anciano despertó con el cuerpo entumecido: el destartalado banco de aquella plaza era una tortura para sus cansados huesos.

—¡¿Qué demonios?! Pero… si es mi ángel de la guarda. No le esperaba a usted tan temprano. Así que ha venido a escuchar el concierto.

—¿El concierto? —preguntó el niño frunciendo el ceño.

—Claro, jovencito. Aquí podrá usted deleitarse con los mejores conciertos que jamás se hayan presenciado.

—¿De veras? ¿Podría tocar algo para mí? Recuerde que me lo prometió.

—No faltaba más, jovencito. Sin ir más lejos, esta melodía que va a escuchar a continuación la he compuesto expresamente para usted. Yo la llamo “La melodía de las burbujas”.

Luisito, que así se llamaba el niño, sonrió complacido mientras el anciano comenzaba a tocar una hermosa melodía que inundó toda la plaza de una inusitada melancolía. Hasta las arboledas parecían mecerse en un vaivén acompasado, como si quisieran seguir el ritmo de cada nota que emitía aquel viejo violín.

Melodía de burbujas

A escasos metros, dos mujeres, enfrascadas en conversaciones de índole superficial e ignorantes a tan refinada belleza musical, cuchicheaban sin parar.

—Como lo oyes. Ha acabado en la calle. Se veía venir. Seguro que por zángano y mujeriego. Si lo sabré yo que, a esos, los cazo al vuelo.

—¡Madre mía! ¡Qué horror! Espero que nuestros hijos no caigan nunca en tan penoso destino.

—¡Ni me lo mencione, doña Eulalia!, que se me hiela la sangre de solo pensarlo. A todos esos mugrientos los metía yo en un barco y los enviaba bien lejos. Fíjese lo que le digo; ¡bien lejos!

—Por cierto, ¿dónde se ha metido su hijo?

—¡Válgame Dios! Allí está, otra vez con ese viejo andrajoso. Ese niño me va a matar a disgustos.

La mujer salió como una exhalación hacia donde estaba Luisito y, nada más llegar, le propinó un soberbio tirón de orejas.

—¡Ay, ay!

—Te he dicho mil veces que no hables con desconocidos  —dijo mientras miraba con desprecio al anciano.

—Pero… mamá, él no es un desconocido. Es mi amigo, el señor  Stradivarius.

—¿Pero qué tonterías dices, niño?

—Sí, mira, mamá. Lo pone en su violín.

Con el transcurso de los años, aquella ingenuidad, que llevó a Luisito a rebautizar a don Federico Abadía con tan insólito apelativo, fue desapareciendo, y dejó paso a una honesta sagacidad que aprovechaba para ayudar a los más desfavorecidos.

Continuó visitando, en aquella plaza arbolada, a su amigo el violinista; supo de las espinas que el anciano llevaba clavadas en su corazón, de las burbujas que, cada mañana, regresaban a curar sus heridas, a darle una razón para vivir y a mantener intacta su esperanza; compartió con él, amaneceres dorados y atardeceres carmesí; y descubrió lo enriquecedor que resultaba su benevolencia para con aquel anciano que, en otro tiempo, lo tuvo todo y que; sin embargo, ahora, sobrevivía en la más absoluta indigencia.

Algunas noches, mientras don Federico dormitaba bajo el firmamento, los fantasmas del pasado, amparándose en la oscuridad, regresaban para hacerle revivir aquella pesadilla que le arrebató lo que más quería. 

Antaño, había sido un músico y compositor de prestigio. Vivía, por aquél entonces, en una lujosa casa en compañía de su esposa y de la que siempre fue su debilidad; la pequeña Melody. Su esposa fue víctima de una larga y agónica enfermedad y, aunque don Federico removió cielo y tierra, además de empeñar toda su fortuna para aliviar su sufrimiento, nada pudo alterar los designios que el destino había dispuesto para ella. Pero la pesadilla de don Federico no había terminado aún: tras la muerte de su esposa, quedó sumido en una profunda depresión que le empujó, irremediablemente, a los confines de la locura. A tales extremos llegó su demencia que, algunas personas del lugar, aseguraban haberlo visto tocando el violín, semidesnudo y hablando solo, a la sombra de un álamo, mientras la pequeña Melody correteaba por la pradera entre las flores silvestres, haciendo burbujas de jabón y ataviada con la pamela y las ropas de su difunta madre.

A las pocas semanas fue internado en un hospital psiquiátrico. Los servicios sociales, ante la imposibilidad de encontrar algún familiar que se hiciera cargo de la niña, la entregaron en adopción y el desdichado don Federico no volvió a saber más de ella; para cuando hubo recobrado la cordura, ya era demasiado tarde.

Años después, un joven y apuesto Luisito, que ya rondaba los dieciocho, acudió a ver a su amigo don Federico. El anciano, como cada día, hacía sonar su viejo Stradivarius a cambio de unas míseras monedas que los transeúntes arrojaban en su sombrero. Resultaba curioso, que aquel pobre anciano; algo desdentado, de cabello cano y vestido con un desgastado frac; hubiera podido conservar aquel instrumento tan exquisito y caro durante tanto tiempo.

—¿No ha pensado nunca en vender su violín?  —preguntó Luisito a su amigo.

—¡Jamás pensaría en tal cosa! Fue un regalo de mi esposa. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

—Sí, claro… Es cierto, ya me lo había contado.

Luisito esquivó la mirada y fingió cierta normalidad; pero el anciano, que durante todos los años que había estado  viviendo en la calle se las había visto de todos los colores, intuyó que estaba tramando algo.

—A mí no vengas con milongas, jovencito. Suelta ya lo que tengas que soltar y déjate de rodeos que se te ve venir a la legua.

—Bueno… Verá usted… ¿Recuerda la joven que le dije que iba a donar sus cuadros para la exposición benéfica que organiza el voluntariado?

—Al grano, Luisito, que nos conocemos.

—Que sí, que sí; a eso iba. Pues resulta que yo… Verá, es que ella a mí… Vamos, que me gusta. ¡Ea!, ya lo he dicho.

—Ah, ¿con qué era eso? Y supongo que quieres que te acompañe para que te ayude a llevártela al huerto.

—Que va, que va, pero si ni siquiera se su nombre. Verá, es que… como usted tiene tan buena mano con las damas, había pensado que me podría echar un cable de alguna manera.

—Uhm… —don Federico se rasco la barba con gesto pensativo y, halagado por el cumplido que le había hecho Luisito, respondió—: Está bien. Iré a esa dichosa exposición. Pero sin trucos, ¿eh?

—¡Gracias, gracias, don Federico! Me hace usted un gran favor. —dijo el joven achuchando y besuqueando al anciano.

—¡Quita, quita, coño!, acaso quieres que nos tomen por un par de tortolitos.

Llegó el día de la exposición y Luisito se presentó con sus mejores galas y acompañado por un aseado y perfumado don Federico que, aunque parecía haber rejuvenecido una década, traía un humor de perros.

—-¡Una encerrona! ¡Una auténtica encerrona!, sí señor. ¿Era necesario? Vale que me hayan lavado y restregado hasta mis partes más nobles, vale que me hayan trasquilado como a una oveja; pero… ¿era necesario que me vistiesen como a un petimetre de tres al cuarto? ¿¡Era necesario!?

El enfado de don Federico tenía una explicación: Luisito y sus amigos del voluntariado, valiéndose de estudiadas artimañas, habían conseguido engañarle con el fin de sacarle de encima, no sin gran esfuerzo y perseverancia, toda la mugre que llevaba sobre su cuerpo.

Una vez solventados los inconvenientes, causados por el pronunciado temperamento de don Federico, entraron en la exposición. Varias decenas de obras pictóricas, donadas para la ocasión por artistas de cierto prestigio, se emplazaban a ambos lados de aquella gran sala, y numerosos visitantes, además de algunos miembros del voluntariado, cambiaban impresiones en torno a ellas.

Luisito condujo a don Federico hasta la mitad de la sala y se detuvieron frente a dos dibujos a carboncillo que estaban junto a una columna. El anciano, que no estaba acostumbrado a visitar lugares tan distinguidos ni a relacionarse con gente tan elegante, se sentía tan abrumado que tardó un poco en darse cuenta del contenido que reflejaban los trazos de aquellos dibujos; pero cuando observó con más detenimiento, se quedo perplejo: en una de ellas se reconoció a sí mismo tocando el violín en su banco de la plaza mientras un niño le observaba sonriente; en la otra, una bella joven, con una voluminosa pamela sobre su cabeza, hacía burbujas de jabón y parecía mirar de reojo con cierta complicidad.

Don Federico, incapaz de articular palabra ante lo que había presenciado, se giró hacia Luisito esperando una respuesta; pero el muchacho simplemente se limitó a sonreír y, tomándole del brazo cariñosamente, le condujo hasta un pequeño habitáculo que había al fondo de la sala.

Luisito abrió la puerta sin llamar y le hizo un gesto a don Federico para que entrara. Él obedeció dubitativo y asustado ante la sospecha de que su joven amigo le hubiera preparado otra encerrona; pero las intenciones de Luisito eran otras, totalmente diferentes, que harían que la vida de don Federico cambiara para siempre.

Había alguien en la habitación; pero la intensa luz del sol, que entraba por los enormes ventanales que daban al exterior, cegó temporalmente la vista del anciano, que no pudo ver, hasta unos segundos más tarde, el semblante angelical de la esbelta jovencita que temblaba emocionada frente a él. Don Federico, nada más verla, la reconoció, y dio gracias al cielo y a la abnegada ayuda de aquel avispado jovencito, a quien siempre había considerado su ángel de la guarda; porque de no haber sido por Luisito, jamás se hubiera podido liberar de los grilletes que le ataban a aquella pesada carga que, durante tantos años, había llevado sobre sus hombros. Aturdido por la fuerte impresión y embriagado por una inmensa alegría, evocó, por última vez, aquellas burbujas que veía en sus sueños; aparecieron por todas partes trayendo consigo aromas arcaicos; escaparon por los huecos de las ventanas y los resquicios de las puertas; ocuparon las avenidas y las calles; recorrieron sinuosos caminos y bosques sombríos; invadieron las plazas y las arboledas y se llevaron en volandas a don Federico Abadía hacia un lugar lejano, donde, por fin, pudo ver el rostro de aquella niña, que correteaba por la pradera rodeada de flores silvestres y de un sinfín de burbujas.

Burbujas de amor

FIN

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