El agudo timbre del despertador  irrumpió en el silencio del dormitorio. Lucía dando un manotazo lo hizo callar, se deslizó suavemente para salir de la cama y no despertar a Mario, su hijo de dos años. La verdad es que en aquella habitación no había espacio para otra cama y aunque lo hubiese habido tendrían que dormir juntos  porque el frio que hacía era insoportable. Las paredes ennegrecidas rezumaban humedad por todas partes, en la cama tan sólo una manta raída de poca calidad,  por lo que Lucía ponía encima su único abrigo para tener un poco más de calor. Una pequeña puerta en un ángulo de la habitación daba paso a un aseo: una ducha y un inodoro, todo tan deteriorado que se caía a pedazos.    Esta pequeña vivienda la ocupaba Lucía y su hijo por donación del ayuntamiento cuando fue desahuciada por no poder hacer frente al pago del alquiler del piso.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

            Al morir el padre de su hijo de un aneurisma cerebral, ella quedó desamparada, su sueldo, era lo único que tenían para vivir, sin derecho a ninguna pensión por no estar casados, se quedó sola con un niño de menos de un año y una profunda depresión al perder al hombre que amaba.

            Buscó trabajo desesperadamente sin encontrar nada; a pesar de  tener amplios conocimientos en informática y hablar dos idiomas, nunca pudo demostrarlo. Hoy acudía a una entrevista para ocupar el puesto de limpiadora.

            Lucía miró por la ventana pequeña y profunda y se entristeció al ver que llovía torrencialmente, tenía que llevar a su hijo a la guardería gratuita de las monjas, con las qué ya había acordado dejarlo si le concedían el trabajo. Después de arreglarse con la mejor ropa que tenía, se acercó a la cama y con mucho cariño empezó a despertar a su hijo diciéndole que ella volvería pronto y las monjitas lo cuidarían muy bien. El niño lloriqueaba porque tenía frio; poco a poco, lo fue convenciendo a la vez que lo vestía,  le dio un vaso de leche con galletas y ella también tomó un poco (gracias a Cáritas que le daba todo lo necesario para alimentarse y que tantas personas voluntarias le habían atendido para solventar las principales necesidades de las que adolecía).         Con su hijo en brazos y protegiéndose bajo un viejo paraguas, salió a la calle, llovía con fuerza y hacia un frio intenso. Dejó a Mario en la guardería, y aunque la monja le recibió con mucho cariño, lloró llamándola: esto entristeció tanto su corazón que se le saltaron las lágrimas.

            Con paso firme se dirigió al lugar del trabajo, gracias a Dios que estaba cerca, porque no tenía ni un euro para  metro o autobús.          Cuando pasó por la tienda, donde se exponían en su escaparate  mantas confortables y edredones mullidos,   que tantas veces había contemplado, soñaba con comprar uno para su hijo. Aunque esta vez no pudo pararse ni mirarlos, tuvo como un rayo de esperanza en su corazón.        Después de andar un poco bajo la lluvia, se vio frente a una puerta lujosa y señorial, su corazón latía fuertemente ante lo desconocido; llamó tímidamente y al momento le abrió un hombre uniformado, dedujo que sería el mayordomo, ella lo saludó y le expuso la razón de su visita, éste le indicó que le abriría por la puerta del servicio. La recibió una señora con mucha personalidad que la llamó por su nombre, mientras la miraba con curiosidad: era tan bonita y educada, que no parecía apropiada para aquél puesto de limpiadora. Cuando le contó su historia y los estudios que tenía, comprendió por  qué ella era diferente y después de varias preguntas referentes al trabajo que tenía que desempeñar y al sueldo que ganaría, le dijo que el puesto era suyo y podría empezar al día siguiente. Una sonrisa iluminó la cara de Lucia que cogiendo la mano del ama de llaves le dio las gracias repetidamente.

            Salió a la calle, seguía lloviendo, el agua se colaba por sus viejas botas empapándole los calcetines, un frío siberiano helaba su rostro y sus manos, pero ella no se daba cuenta de nada,  ¡se sentía tan feliz! Tenía un trabajo. Podría comprar alimentos, ropa para su hijo, pintar las paredes húmedas, … pero el primer sueldo sería para comprar aquél edredón que tantas veces se paró a contemplar.

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