Julia se presentó en la escuela muy temprano, era su primer día, estaba nerviosa y contenta a la vez. Llegar hasta allí no fue fácil, el autobús la había dejado a unas cuantas calles. Tuvo que andar por un camino solitario que cuando llueve como hoy, se hace poco menos que intransitable, olvidado de todo progreso, como el barrio donde se encuentra la escuela. Pero ella es maestra, para ello ha estudiado con mucho esfuerzo, y es lo que quiere ser, lo que ama. Por eso no le importa mojarse ni ensuciarse las zapatillas con barro.

 La escuela es de construcción sencilla, austera, solo el amor, y la dedicación de los maestros y los pocos auxiliares que hay, hacen que luzca más acogedora. Sus paredes con la pintura gastada por los años y nunca renovada están adornadas con los dibujos y trabajos hechos por los niños y los docentes. Tiene un patio con el suelo de tierra donde los niños dan rienda suelta a sus  travesuras, y dos árboles, donde se trepan para jugar y desgarrarse aún más la ropa. Una sala que es el  comedor, un lujo, que gracias a la constancia de su directora consiguieron, donde los chicos toman la comida diaria, para casi todos, la única del día, con mesas y sillas que también han sufrido el paso del tiempo y el olvido. Las aulas dan a un largo corredor con techo de chapas, la que le asignaron a Julia tiene unas cuantas goteras en el techo, por donde se filtran unos curiosos  rayitos de sol como también la lluvia fría en el invierno.

Para los niños la escuela es un bálsamo, un refugio, donde por unas horas casi pueden olvidar el desamor, el abandono y la miseria que en sus vidas recién estrenadas les ha tocado sufrir.  Los conflictos familiares y de todo tipo, propios de la misma pobreza es con lo que tiene que lidiar el maestro cada día.»Aquí hay que ser un poco de todo»- le dice a Julia , una de las  compañeras; médico, enfermero y hasta psicólogo.

Todo se asemejaba a un cielo cubierto de negros nubarrones ante los ojos de la joven maestra, tan pronto se hizo cargo de los niños de su clase. La cantidad casi se podría decir que excedía con creces lo que un solo maestro podía acoger, pero estas eran las normas. Los niños no contaban ni siquiera con la misma edad, la que correspondía al curso que Julia  tenía a su cargo. Esto auguraba más problemas para el manejo de la clase. De todos los niños uno atrapó la atención de Julia desde el primer momento.

Matías es pequeño, quizás demasiado  para sus siete años, de aspecto frágil, tiene unas pecas en su rostro como si le hubieran salpicado con chocolate, el cabello rubio, rebelde y algo enmarañado, y unos ojos grises tan bellos como tristes. Es callado, casi no juega con los otros niños, los mayores,  provocadores y maliciosos le suelen molestar, tal vez por eso en el recreo se queda apartado. Lleva su ropa sucia y raída, que revela la falta de cuidados y la desidia en la que vive. Julia sabe que no es tarea fácil ser maestro en esta escuela –» la pobreza campea a sus anchas por estos lares señorita» — le había dicho el hombre que conducía el autobús. A Julia no le asusta.

Matías  devora con ansiedad la comida que toma antes de volver a su casa, sabe que lo más seguro, es que en su mesa no haya nada cuando llegue la hora de la cena. Y cuesta tanto dormirse con hambre!!!  si lo sabrá él…

 Aprender a leer es lo de menos, lo primero es llenarse el estómago. Julia siente una gran impotencia, pero al mismo tiempo sabe que tiene que estar allí, que los niños la necesitan, ella los quiere y hará todo lo que esté en su mano para poner una sonrisa en el rostro de los chicos.

Matías dibuja mejor que lo que lee, las letras se le resisten un poco, al igual que los números, le cuesta concentrarse. Solo cuando dibuja se entusiasma. Matías dibuja el mar, y a veces le pone una luna redonda y brillante,  pero Matías no conoce el mar, sabe que es azul, lejano, imposible para él, el mar de los cuentos que Julia les regala cada día. Nadie puede impedir que en su cabecita se agolpen los sueños, mira embelesado la hermosa lámina que su maestra ha colgado en el aula. Los sueños nadie se los puede quitar, porque él, por si acaso, no se los dice a nadie. Un día Matías dibujó un ser con alitas, Julia le preguntó quién era, y él respondió que era su ángel, y que se llamaba igual que ella.

Ya van cinco días que Matías no viene a clase. Julia decide que irá hasta donde vive para enterarse del motivo de su ausencia. Pero esa misma mañana aparece Matías en la escuela. Un hombre joven, con gesto apesadumbrado le acompaña, y se dirige al despacho de la directora; es su padre. El hombre parece ansioso y desesperado, y Matías tiene sus ojos grises más tristes que nunca. Julia lo abraza y el niño rompe a llorar. Entre sollozos trata de explicar su pena.

Su madre les ha abandonado, a él y a sus tres hermanitos. Los detalles de la tremenda y repetida situación angustian aún más a Julia. El padre ha dicho a Mabel, la directora; que no será capaz de hacerse cargo de los niños al encontrarse solo. A Julia le tiemblan las piernas, no sabe como volver a su clase.

Hace  mucho tiempo que Matías ya no concurre a la escuela. Fue entregado a un hogar de acogida. Julia está desolada, cada mañana echa en falta sus ojos grises,  su ternura. Lo imagina, lo piensa por las noches y no puede conciliar el sueño. Para él los días serán todos iguales, sin un abrazo, sin una caricia. La soledad  ha ganado su batalla, la vida injusta se ensaña una vez más con la debilidad y la inocencia.

Ha llegado de nuevo el otoño, las hojas de los árboles se han vuelto doradas. Julia no ha cesado de hacer trámites, largos y engorrosos. Ha tenido que asistir con su marido a muchas reuniones y citas. Ha esperado con paciencia que le escuchen en el  Departamento de Menores. Sus merecidas vacaciones las ha empleado para seguir leyendo y firmando papeles, y más papeles. No es algo fácil de decidir, pero ella está segura de lo que quiere hacer. Tiene que justificarlo todo. Hay días que se siente muy agobiada, pero no está vencida. Seguirá luchando. 

La mañana está soleada y fría, Julia se ha levantado pronto. Anoche casi no pudo  dormir. Ha tenido que preguntar a unas cuantas personas por el camino para no perderse, pero al fin ha llegado. Aparca su pequeño coche. Se baja y se queda mirando la antigua y oscura casona, donde un grupo de niños con batas grises juegan con una pelota, su corazón late más fuerte, una sensación de inmensa ternura la embarga.

Hace sonar una campanita que pende de la vieja puerta y espera. Una monja sale de la casa, levanta la mano y con un gesto amable le dice que aguarde. Ella mientras, ansiosa, observa al grupo de niños.  Cuando de pronto, uno de ellos, cruza el jardín que separa el predio donde está jugando y echa a correr hacia donde se encuentra Julia. La religiosa, que llave en mano viene a abrir la puerta trata de detenerlo, le grita, pero el niño no la escucha  -«oye, dónde vas, espera, pero qué haces pequeño”–  El niño sigue corriendo y Julia siente que es un sueño. Sor Mercedes trata de apurar su paso cansino  –«Matías, eres tú? qué te pasa hijo, ven aquí»– Pero Matías ,casi sin aliento, no puede parar de correr, va en busca del cariño, del amor, va al encuentro de su ángel…

 

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