No son sus nombres, pero si su historia.

Pepa y Pepe, son un matrimonio mayor, entre los dos suman bastante más de cíen años. Tienen una casita, bueno piso, o pisito, unos cincuenta y cinco metros cuadrados, que compraron cuando eran más jóvenes, me dice él con picardía y guiñándome un ojo.

Su historia es como la de muchos, trabajó cuarenta años en el campo, hasta que las manos no le dieron más de sí, sus dos hijos volaron a la ciudad en cuanto pudieron dejando atrás la dura batalla con la tierra, esa la lidio solo Pepe, mientras Pepa, limpiaba, criaba y ayudaba en lo que podía. Pasaron los años y el campo murió y Pepe y Pepa se fueron también. Vendieron sus pocas y pobres tierras y emigraron a una ciudad que no conocían, la gente decía que era la capital, les decían a sus vecinos de siempre cuando se despedían, allí no les faltaría de nada, había mucho de todo.

Pepe encontró trabajo de zapatero y Pepa en casa, no había de ese mucho para ella. Pasaron los años y por fin, después de cuarenta años de trabajo, treinta en el campo y diez de zapatero, llega la tan ansiada jubilación.

Con alegría y el pecho hinchado se presentó en el departamento que le indicaron.

-Nombre, por favor y número de la seguridad social.

-José López García, para servirle, el número no me lo sé.

La señorita después de mirar una y otra vez sus papeles de dice muy sonriente.

-Bien José, le corresponde una jubilación de 350 euros.

-¿Cómo dice? No puede ser, he trabajo cuarenta años y siempre pagué mis dineros.

-Claro, pero solo le sirven los últimos quince, el resto no.

Pepe no sabe de papeles ni de discutir, no entiende porque sus cuarenta años de trabajo no valen todos. Con un peso en alguna parte de su cuerpo, eso seguro, porque casi no puede andar, se levanta lentamente y se va.

Han pasado diez años más y mientras Pepe Y Pepa hacen malabarismo con sus 350 euros, la vida los envejece más, las piernas ya no son las del campo, las manos no se mueven tan rápido y la vista se apaga.

Una vecina, muy avispada ella, de toda la vida en la ciudad, les dice:

-Vayan ustedes a la asistenta social, que allí les darán un dinero para unas gafas ¿Cómo va usted así? ¡Si tropieza con todo, hombre! Le reprocha con una mano en jarras y la otra levantada al techo.

-¿Seguro? Estamos ahorrando, igual en unos diez o doce meses tengo los 60 euros que valen. Las más baratas, eso sí, pero que vea algo, por mi Pepa, ¿sabe? Está tan sorda que para su aparato no llegamos, a ver si uno por lo menos ayuda al otro. Dice con sorna Pepe.

-Vaya hombre vaya, le insiste la vecina. Total por preguntar.

Pues allí que va Pepe. Después de dos horas de estar de pie apoyado a su garrota, bendita garrota, y eso que al principio no la quería.

-José López… Oyó su nombre por el altavoz. Ventanilla 32

-Servidor, José López.

-Usted dirá, de que se trata.

-Pues verá usted, señorita. Necesito unas gafas porque no veo casi nada, y el caso es que estoy ahorrando, pero que los 350 Euros no se estiran más. A ver si ustedes me darían una ayudita para las gafas.

– Uyyyyy, pues va a estar difícil ¿Es usted de aquí?

-Claro, bueno, nací en el campo, en nuestro campo, pero la cosa se puso dura y emigré a la ciudad, y aquí llevo ya más de diez años.

-Ya, pues lo siento, no hay ayudas para eso, va a tener que seguir estirando la pensión.

-¿Entonces lo que me dijo la Encarna no es verdad?

– Si, dijo la señorita alargando la i, pero ese dinero es para los inmigrantes, no nos vayan a tachar de racistas. Ahorre, ahorre, con seis euros al mes, en casi un año, ya tiene usted la gafa.

Pepe se levanta despacio y se va. 

Si ahorro seis euros al mes, en un año las puedo tener, y si me muero mientras, pues le queda a mi Pepa un dinerito.

Así es pepe, siempre práctico y un forzoso optimista

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