-1-

-¿Has visto los nuevos diseños de Roballi? Qué horror. Es una pena lo de este chico. Desde que se divorció está en completa decadencia.

Sentado junto a ella, un hombre manejaba con destreza su Blackberry. No decía nada. Tan solo asentía con la cabeza, de vez en cuando.

-No es para menos –continuó Dalia- Imagínate que un día, mientras desayunas, te tropiezas con las fotos de tu mujer y su amante en la portada de una revista.

Ding, ding. El teléfono sonaba de manera incesante. Dalia ya no disimulaba su incomodidad ante la absoluta indiferencia de su acompañante. Aquel tipo seguía abducido por el móvil.

-Perdona querido –se disculpó con tono irónico-, pero tengo una sed tremenda. En esta época del año, la humedad de los jardines del club hace estragos en mi garganta.

Los dedos del hombre pulsaban frenéticos el teclado del dispositivo. Sin embargo, aún abstraído, llegó a percibir un ligero olor a perfume. Por fin, su mirada se despegó de la pantalla. Para entonces, Dalia ya no estaba a su lado.

-2-

-Nada, ni una sola gota- protestó.

El mecanismo de la fuente no funcionaba. Lo pulsaba una y otra vez. Pero el agua no terminaba de brotar. Dalia tenía sed. Una sed enorme. 

-Para colmo, hoy es lunes -murmuró-. La cafetería del club no abre hasta la tarde.

No recordaba ninguna otra fuente por allí cerca. Aún así, sus ojos escrutaban el horizonte. De repente, alguien pareció arrancar un motor. Su mirada la llevó hacia el camino que subía desde el estanque. Allí, uno de los empleados de mantenimiento se empleaba a fondo con una máquina de aspiración. Rodeado de un mar de hojas secas, el operario trabajaba entre rachas de viento que, cuando aparecían, removían la hojarasca en todas direcciones. Mientras observaba a aquel hombre, su sed pareció disiparse. En ese instante, una ráfaga de aire la alcanzó de lleno. Era un día soleado, pero el viento que la atizó no podía ser más gélido. Dalia agarró su abrigo de pieles por las solapas y, entrelazando sus brazos, se embutió dentro de él todo lo que pudo. Luego, miró el reloj.

-¿Dónde te has metido, Violeta?

A Dalia siempre le gustó cuidarse. Había sobrepasado los cincuenta conservando una figura bien torneada. Por eso, cuando sintió la tentación, lo primero que le vino a la cabeza fue la imagen del doctor Foster.

-Nada de alcohol –solía ordenarle- Ni olerlo.

Pero los últimos años habían sido duros. Le fue difícil no sucumbir.

-¿Dónde estás, Violeta?

Introdujo su mano en un bolsillo del abrigo y extrajo un pequeño recipiente plateado. Desenroscó el tapón y tomó un sorbo. Una cálida sensación comenzó a reconfortarla.

-Por fin, algo de placer– pensó aliviada.

Devolvió la petaca al interior de su abrigo. Respiró profundamente. Se sentía mejor.

Las risas de unos niños llamaron, de pronto, su atención. Jugaban cerca del estanque. Dalia los observó durante un rato. Correteaban detrás de un balón. En otra época, aquella escena le habría arrancado una sonrisa. Pero su vida se había vuelto demasiado compleja. Todo quedó en una mueca de melancolía.

-No te preocupes, tía Dalia. Son gente seria. Todo va a salir bien. Confía en mí -la voz de su sobrina irrumpió en su memoria.

-¿Dónde te has metido, Violeta? –masculló-. Vamos a llegar tarde.

Agitó su cabeza contrariada. Luego, se giró. Debía regresar a su asiento y seguir esperando. Caminaba con cuidado, procurando mantener el equilibrio sobre sus tacones. Al llegar, comprobó que el hombre de la Blackberry se había marchado.

-Será grosero -dijo en voz alta-. Se ha ido sin despedirse. No deberían permitir que gente sin modales ingresara en este club.

Se sentó. Al poco tiempo, unos gorriones se posaron a pocos metros de ella. Picoteaban algunas migas del suelo. Enseguida, varias palomas se unieron al festín. Los pequeños pájaros fueron desplazados de inmediato. Ante la amenaza de los recién llegados, a los gorriones no les quedó otra que marcharse.

Aquella escena la sacudió interiormente. De repente, se sintió vulnerable. El miedo la abordó. Entonces, deslizó una mano entre los botones de la camisa. Cuando emergió, sostenía una llave enlazada al cordón que solía colgar de su cuello. Comenzó a pasearla entre sus dedos. Lo hacía con un mimo casi reverencial.

-Por nada del mundo me la arrebatarán –se conjuró.

De nuevo, miró su reloj.

–¡Las doce! -exclamó- La firma es dentro de media hora. A tus inversores no les va a agradar tener que esperarnos. Maldita sea, Violeta ¿dónde estás?

– 3-

Caminaba con prisa. Sabía que el tiempo corría en su contra. Debía conseguir aquella llave como fuese. Y tenía que ser hoy. No podía dejarlo pasar más. Puede que no hubiera más oportunidades. La situación era cada vez más complicada. Alguien podría adelantarse, y eso era algo que había que evitar a toda costa.

Avanzaba por un sendero flanqueado por árboles teñidos de tonos rojizos. Decenas de hojas secas crujían a su paso. En ocasiones, las rachas de viento elevaban algunas del suelo.

–Los de mantenimiento deben tener bastante trabajo estos días – dedujo.

El camino comenzaba a empinarse. En situaciones como esa, echaba de menos tener un trabajo que le permitiera dedicarle algo más de tiempo a su forma física. Solo unos pocos metros por ese repecho, y ya empezaba a respirar agitada.

De pronto, algo mojaba sus pies.

–¡Mierda!- gritó.

De un salto, se apartó del surco de agua que bajaba por el camino. Aquello le resultó extraño, aunque no le dio mayor importancia. Con un puñado de hojas secas adecentó un poco sus zapatos. Luego, prosiguió. Conforme avanzaba, el caudal de agua se iba haciendo más y más ancho. El viento traía con él un intenso olor a tierra mojada. Entonces, escuchó una voz. Procedía del otro lado de los setos que coronaban la cuesta. Apretó un poco más el paso. Al llegar a ese punto, un olor a humedad lo inundaba todo. Justo a la vuelta de los setos, un tipo hablaba por el móvil haciendo aspavientos. Iba enfundado en un mono de trabajo repleto de barro.

La joven jadeaba. Aún así, logró saludar.

-Buenos días, Jacinto.

El hombre estaba hundido en el barro hasta casi las rodillas. Junto a él, un surtidor de agua manaba del suelo con violencia. Jacinto pareció no haberla escuchado

-¿Qué ha pasado? -Elevó el tono de su voz.

El jardinero la miró y saludó con la mano. Se despidió de su interlocutor y guardó el móvil. Su gesto mostraba una profunda frustración

-Pues ya ves –extendía los brazos mostrando la escena-. Parece que algún mal nacido ha entrado esta noche en el recinto.

-¿Es grave? –La muchacha disimulaba su inquietud.

-¿Que si es grave? Se han cargado el maldito sistema de regadío. He tenido que cortar la bomba de agua, pero aún así continúa filtrándose. No creo que pare hasta que el circuito se haya vaciado por completo…. Hay que ser hijo de puta –murmuró- Se agachó y volvió a su trabajo. No parecía con ganas de continuar conversando.

-¿Has visto a Dalia?

El jardinero asintió sin levantar la mirada. Con un gesto de la cabeza señaló hacia la parte baja del camino.

-La vi esta mañana. Allí, por el estanque.

La joven no pudo reprimir un gesto de alivio.

-4-

-¿Cómo ha dicho que se llamaba?

-Verónica. Verónica Rubio.

Hablaban casi a gritos. El ruido del tráfico era ensordecedor. La furgoneta había quedado atravesada en la avenida, provocando un atasco considerable. Decenas de bocinas lo inundaban todo.

-Ya le di mi documentación a su compañero -los gestos de la chica no disimulaban su impaciencia.

El agente tomaba notas. Entretanto, Verónica centraba su atención en la acera. Allí, esposado con las manos a la espalda, un chaval yacía boca abajo. Justo a su lado, un joven de origen africano era atendido por unos sanitarios. Se quejaba amargamente. Su pierna sangraba.

-Recibimos denuncias de este tipo continuamente.

Las palabras del policía alarmaron a la joven.

–Esta gente merodea por todas partes –continuó-. Son muy violentos. No respetan a nadie.

-Perdone agente, hoy tengo mucho trabajo. ¿Va a llevarnos mucho tiempo todo esto?

El policía no pudo reprimir una mirada de desdén hacia Verónica.

-De acuerdo –dijo-, vamos a hacer lo siguiente: primero le tengo que leer la declaración y, si está de acuerdo, deberá firmar aquí –el bolígrafo del agente apuntaba hacia la parte inferior del documento que sostenía entre sus manos- ¿Ha comprendido?

Verónica asintió de mala gana. El policía comenzó a leer:

A las 09:15 AM, Verónica Rubio, de treinta y siete años, conducía hasta el centro de acogida dónde trabaja desde hace tres años. A la altura de la Avenida Central, fue testigo de cómo un grupo de jóvenes agredía a un varón de raza negra que vendía unos DVD por la calle. La testigo detuvo su vehículo y salió de él con la intención de auxiliar al hombre. Los agresores, al verse increpados, decidieron darse a la fuga. Uno de ellos resbaló. Cayó al suelo y se golpeó la cabeza. Quedó tendido sin conocimiento. Entonces, la testigo llamó a los servicios de urgencias, y permaneció en el lugar hasta que estos llegaron.

El agente terminó de leer.

-¿Algún otro detalle que crea que debamos añadir? –preguntó.

Verónica observaba cómo el joven africano era trasladado en camilla hacia el interior de la ambulancia. Una súbita racha de viento levantó la manta térmica que lo cubría. La sangre teñía de rojo toda su ropa.

-Como ya no podemos comprar cosas, ahora consumimos personas –murmuró.

-¿Cómo dice?

-No, nada. Hablaba sola.

-5-

-Lleva estropeado desde anoche.

Dalia estaba frente a la fuente. Seguía empeñada en conseguir un poco de agua. Pero cuando escuchó aquella voz familiar, se giró al instante.

-Violeta, por fin. Llevo esperándote toda la mañana. ¿Dónde te habías metido?

La joven descolgó su mochila del hombro. Sacó una botella del interior y se la ofreció a la mujer. Dalia la agarró y bebió con ansia.

-Jacinto me ha dicho que ha habido una fuga en el sistema de conducción de agua. Ha tenido que cortar el suministro -no quiso darle más detalles.

La mujer seguía bebiendo.

-Bueno –dijo de nuevo-, no tenemos mucho tiempo. ¿Me vas a dar la llave?

Dalia casi se atraganta. No esperaba aquella pregunta. Al menos, no aquella mañana. Su gesto se tornó grave. Cerró la botella y se la devolvió a la chica.

-Me lo prometiste –la joven insistió, viendo que Dalia la miraba con renuencia.

-Sabes que aún la necesito –le recordó la mujer.

La chica guardó silencio. Sus ojos apuntaban a Dalia con severidad.

-Primero firmaremos con tus inversores –continuó Dalia-. Es lo que querías, ¿no? Después, ya veremos.

Unos niños irrumpieron armando un gran escándalo. Uno de ellos se encaramó a la fuente y consiguió pulsar el mecanismo. De pronto, el agua comenzó a manar como un surtidor. La fuerza con la que salía era tal que alcanzó de lleno a Dalia. La mujer, sorprendida, intentó apartarse como pudo de la trayectoria del chorro. Esta vez, sus tacones le jugaron una mala pasada. Cayó de bruces.

-Malditos niños. ¿Qué habéis hecho? ¡Gamberros! –les increpó desde el suelo.

-Cállate vieja bruja –gritó uno de ellos. Salieron corriendo entre risas.

La joven ayudó a Dalia a levantarse. La mujer no decía nada. Todo su afán era sacudir su abrigo con las manos. Entonces, saco un pequeño espejo de maquillaje de un bolsillo. Lo abrió y se miró en él unos segundos. Su rostro parecía ir quebrándose por momentos. De repente, unas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

-No pienso firmar esa venta de acciones –sollozaba-. Llama al despacho de abogados. Diles que lo cancelamos todo. Dalia Ugarte ya no vende.

Mientras hablaba, la mujer buscaba algo en el interior de la camisa. En un instante, tras una ligera inclinación de cabeza, su mano sostenía un cordón del que pendía una pequeña llave. Dalia la contempló un momento. Luego, se la entregó a la joven.

-Toma, quédatela. Considéralo una compensación por haber anulado la venta.

La joven cogió la llave.

-Solo espero que estés completamente segura de tu decisión.

-Necesito confiar en ti – reconoció la mujer.

-Está bien –dijo la chica-. Ahora quiero que no te muevas de aquí. Vuelvo enseguida. ¿De acuerdo?

La muchacha se dirigió hacia un camino que pasaba junto a una zona boscosa. En un momento dado, salió del trazado y se adentro entre los árboles. Su figura desapareció entre ellos.

-Lo siento, Violeta -Dalia murmuraba ausente-. No podía hacerlo. Era un riesgo muy alto.

Un gran chorro de agua seguía brotando de la fuente. Algunos charcos comenzaban a formarse alrededor.

-Además, esos hombres no terminaban de gustarme -seguía hablando sola.

Después de algunos minutos, la chica apareció de vuelta.

-Dalia, ya estoy aquí.

La joven se acercaba acompañada de un estridente repiqueteo. Caminaba con dificultad. Era complicado avanzar por aquella superficie, empujando un carro de supermercado repleto de trastos.

-El candado lo tienes oxidado. Me ha costado la misma vida abrirlo. Creo que…

Cuando la muchacha llegó junto a la fuente, la mujer ya no estaba.

-¡Dalia –gritó- ¡Dalia! ¿Dónde estás?

La mujer parecía haberse esfumado. Apartó el carro de un empujón. Lo hizo con tanta brusquedad que terminó cayendo al suelo.

-¡Dalia! ¡Dalia!

Ni rastro. Presa del pánico, sacó el móvil de su mochila y empezó a marcar. Sus dedos apenas atinaban en el teclado.

-Estoy aquí, Violeta -la voz procedía de una zona de arbustos.

-Joder, Dalia. Qué susto me has dado –exclamó enfurecida.

A toda prisa, la joven empezó a rodear la vegetación tras la que parecía esconderse aquella voz. No disimulaba su enfado. 

-Y deja de llamarme Violeta. No soy tu sobrina. Violeta se largó. Joder, ¿no te acuerdas, Dalia? -nadie respondía- Vendió tu empresa a unos rusos y luego desapareció con la pasta. No creo que…

Encontró a Dalia agachada frente a un manto de flores. Parecía ir escogiéndolas una a una. Luego, las iba cortando con cuidado. Al igual que su abrigo de pieles, tenía el pelo completamente empapado. Los deshilachados bajos de su abrigo dejaban entrever unos tacones, con rastros de haber sido pegados decenas de veces. Un intenso sentimiento de compasión se apoderó de la joven.

-Soy Verónica –dijo- ¿No me recuerdas? –Su tono de acritud había desaparecido.

La mujer continuaba abstraída, mientras daba forma a un ramillete de margaritas. La escena no distrajo a Verónica de su propósito: tenía que sacarla de allí cuanto antes. Las bandas violentas empezaban a rondar demasiado cerca.

-Venga Dalia, vámonos. Tengo la furgoneta mal aparcada en la entrada del parque. No quiero más líos con la policía. Por hoy ya he tenido suficiente.

Cuando la mujer se incorporó, una ráfaga de viento levantó unas hojas secas a su alrededor. Dalia permanecía inmóvil. Se aferraba con fuerza a su ramo de flores. Temblaba.

-Esta noche vas a dormir en un lugar decente -Verónica se acercó a la mujer y la tomó del brazo con suavidad.

-¿Qué me dices? –le susurró.

Dalia había acercado las margaritas a su nariz. Las olía con los ojos cerrados. Como si quisiera transportar aquella fragancia hasta lo más profundo de su ser. Y así estuvo unos segundos. Luego, sus párpados se abrieron. Miró a Verónica y, por fin, sonrió.

José M. Viera – Julio 2014

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