CINCO EUROS CON TREINTA Y SIETE CÉNTIMOS

CINCO EUROS CON TREINTA Y SIETE CÉNTIMOS

ROSA ESTEFANÍA

23/07/2014

Cinco euros. Cinco euros con treinta y siete céntimos. Eso es todo. El saldo de mi cuenta de ahorros. <?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />

No te quejes Lorenza, me digo, mientras me retiro sin prisa del mostrador de la sucursal bancaria. La de mi barrio, la de toda la vida, atendida desde hace un par de meses por el pipiolo pálido y ojeroso que ha sustituido a Antonio. Antonio, el del banco, le llamábamos, el marido de la Milagros, prejubilado ahora. “Demasiados trienios”, me dijo misterioso. No sé lo que significa, pero el caso es que él ha vuelto al pueblo con cincuenta y pocos años y nosotros nos tenemos que entender con este chaval del que no conocemos ni el nombre y que insiste en que utilicemos el cajero para retirar dinero. “Señora si quiere le enseño cómo funciona”, repite, y yo que no, que ya sé cómo funciona, pero que no me da la gana. Hasta ahí podíamos llegar, ver salir mi pensión por una ranurita. ¿Y si faltan billetes? ¿A quién me quejo?

No te quejes Lorenza, me repito.

No te creas, me da miedo salir del banco con este dineral en el bolso. Quinientos cincuenta euros.

He echado cuentas y creo que pasamos el mes. Cien euros para los recibos y el resto para comer. Gracias a Dios no hace frio todavía y podré hacer frente a la factura del gas. No me gustaría tener que volver a Cáritas, con la cara roja de vergüenza, a pedirles que se encarguen ellos del pago, porque lo que no voy a consentir es que mis niños se hielen en ese piso tan antiguo en el que se cuela el aire por todas las rendijas. “Señora, no se preocupe”, me dicen las voluntarias, al verme casi oculta bajo el pañuelo oscuro que sólo me pongo para entrar en los salones de la parroquia. “No es ninguna deshonra”, “le puede pasar a cualquiera” insisten, demasiado sonrientes.

No hace falta que me lo digan. Si lo sabré yo, que después de morir Paco y recortarme la pensión, me quejaba de que no me llegaba para ir a la peluquería todas las semanas, y ahora me tiñe el pelo mi nieta mayor en la cocina, como hacía su madre hace treinta años, cuando mi marido y yo ahorrábamos hasta la última peseta para que pudiera ir a la universidad que había elegido, la más lejana a nuestra ciudad, que la niña siempre fue caprichosa. Total para qué, para acarrear uva como una mula en la vendimia de Francia, después de que la despidieran del colegio donde llevaba dando clases veinte años.

Mira que ha pasado tiempo y todavía no me puedo quitar de la cabeza su imagen. La cara desencajada, los ojos pequeños cerrados por el llanto, las lágrimas descendiendo por la comisura de los labios. Sólo repetía ¿Qué va a ser ahora de mis niños, mamá? ¿qué va a ser de ellos?. Su marido y yo la mirábamos paralizados, más angustiados por ella que por el despido, incapaces de consolarla. Javier, mi yerno, que llevaba varios meses a salto de mata, tras cerrar la carpintería en la que trabajaba, le puso la mano en el cabello revuelto, pegado al cráneo por el sudor: “No llores, cariño, ya verás cómo salimos adelante” le susurró casi al oído. “Eso”, dije yo, recogiendo el guante. “Todavía tenemos mi pensión”

¿Y si distraigo unas monedas para llevar unas chucherías a los pequeños?. Que no Lorenza, que no puedes, me digo parada frente al escaparate de la tienda de los chinos. Que si puedes Lorenza, no te quejes tanto, que has vivido la posguerra y si tu madre fue capaz de dejar unas naranjas y unas almendras garrapiñadas la noche de Reyes, tú puedes comprarles unos caramelos a tus nietos.

Qué culpa tienen los chiquillos de esta maldita crisis. Bastante bien se están portando los pobres, que comen sin rechistar lo que les sirves en el plato, aunque los últimos días del mes sea difícil encontrar un pedazo de carne magra entre las patatas y el arroz. Qué diferencia con la mayor, a la que de niña no había manera de meter en la boca ningún alimento, por sabroso que fuera. Tan mala comedora que más de una vez me enfadaba y le espetaba una frase incomprensible para ella entonces: “Hambre tenías que pasar, para que dejaras de hacer el tonto”.

Cada vez que me recuerdo, en jarras, gritando esas palabras a mi nieta, se me saltan las lágrimas.

—¿Qué valen esas bolsitas de caramelos?

—Cincuenta céntimos, señora.

—Deme dos, muchas gracias.

¿Qué le llevo a la mayor? Que también se merece algo, la pobre. Una mujercita, tan sensata ahora, que se levanta media hora antes, para ayudarme con sus hermanos antes de ir al instituto, porque eso sí, la chica no va a dejar de estudiar, aunque sus padres tengan que vendimiarse media Francia o yo necesite volver a los salones parroquiales, las veces que haga falta, que ya sé que no es ninguna deshonra y que nos puede pasar a cualquiera, pero nadie sabe el trabajo que cuesta atravesar esos muros y mantener la cabeza alta y las lágrimas sujetas bajo los párpados.

Retiro cinco euros de la cartera  —para que cargue el móvil— y abro la puerta de casa, contenta por anticipado, mientras me repito, otra vez y las que sean necesarias: No te quejes Lorenza, las cosas no tardarán en mejorar.

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