Barrio Esperanza / Los del progreso

Barrio Esperanza / Los del progreso

—Recuerdo bien el día que llegamos al barrio, parece que fue ayer —comentaba Roberto cada vez que íbamos a visitarlo. Tenía alrededor de sesenta años, menudo, casi calvo. La pérdida de la vista en un ojo, y la escasa visión en el otro, no le dejaban ver a más de un metro de distancia. Mayormente reconocía a la gente por su olor, o por lo menos es lo que decía.

—Yo tendría unos siete u ocho años; era un chaval inquieto, lleno de vida… no esto en lo que me he convertido —decía, mientras se secaba las lágrimas que, por voluntad propia, corrían por su mejilla sin que él pudiera controlarlas.

—No diga eso, tío, que usted está muy bien para su edad, ya muchos querrían tener ese porte de Quijote andante, ágil como una gacela, ligero como el viento. A usted, no le ganan ni por asomo esos jóvenes que viven haciendo dieta para estar magros —solía decirle y él estallaba en una sonora carcajada.

—Ah, qué tiempos aquellos. Vinimos aquí llenos de esperanzas. Mi padre había conseguido un trabajo en la nueva instalación de molienda de oleaginosas. Tenía el cargo de director jefe en la división de semillas, ese puesto no lo conseguía cualquiera y él, que era un gran conocedor experimentado en temas de cultivos, cosecha y almacenamiento de semillas, tenía todas las de ganar. En principio éramos sólo diez familias en la zona; según la fábrica fue creciendo, los dueños, muy buenas personas, fueron contratando más empleados. Poco a poco esto fue llenándose de gente, niños corriendo por las calles. Los fines de semana, mi padre, que se había comprado una camioneta Ford, de segunda mano, claro, tampoco estábamos para derrochar tanto dinero. Ya más adelante compraría otro, solía decir. El caso es que los fines de semana, recogía a todos los chavales de la zona y nos llevaba al río; no sé cómo se las ingeniaba, pero todos lo respetaban. Incluso yo, que no era muy de obedecer —nuevamente se secaba las lágrimas.

»Fueron tiempos aquellos –suspiraba— cuando cumplí los 19 años, ya había comenzado a trabajar en la recolección de olivos. Tu padre, Ernesto, que entonces tenía 16, daba la lata al nuestro para que lo dejara ir al campo, todo eso con tal de no estudiar, pero el viejo era listo, y antes de que Ernesto empezara a plantearle nuevamente el tema, lo mandaba zumbando a la escuela. ¡Ja, ja, ja! Que crío más cabezota.

»El poblado fue creciendo, dividiéndose en pequeños barrios. A este le llamamos Esperanza. Aquí reinaba la paz; alguna que otra vez se oían disturbios, pero inmediatamente alguien llamaba a la policía y volvía la calma. Era todo un acontecimiento cuando venían las fuerzas del orden, el barrio entero salía a ver qué sucedía, luego eso era tema de conversación entre las féminas, y por qué no, también entre caballeros. Si a alguien se le moría un pariente, íbamos todos a darle el pesame a la familia, para así de paso probar los manjares que en vida le gustara al difunto. Era un lujo, ya que se esmeraban en preparar los más exquisitos platos… a saber si en realidad el muerto conocía siquiera alguno de ellos —volvía a reírse.

»Hasta que un día llegaron los grandes empresarios, los peces gordos, como decía padre, acompañados por un par de políticos de dulce hablar, ofreciendo progreso, más del que ya teníamos. Salud, beneficios por doquier —aquí se le quebraba la voz.

»Intentaron comprar la planta y, como el jefe se negó, se inventaron unas irregularidades sin pies ni cabeza. Amenazaron con quemar la fábrica, encarcelar al dueño y a todos los empleados, hasta que este no pudo más y tuvo que «venderles» la empresa para «pagar» semejante estafa fiscal. Allí comenzó nuestra ruina. Familias enteras perdieron su trabajo. Cerraron la planta, convirtiéndola en depósito de chatarra. Vinieron con sus grandes maquinarias. Construyeron naves y más naves, edificios aquí y allá, nos aislaron prácticamente de todos, cerraron caminos, derribaron nuestras escuelas. Los obreros fuimos hasta la capital a manifestarnos; buscamos un abogado, el mejor. Este nos prometió una solución a corto plazo. Vendimos todo lo que teníamos, hasta la camioneta. El pueblo se endeudó, ya que nuestro letrado era bueno, pero ellos, los del progreso, eran muchos y habría que luchar con todos los medios posibles. Tres años duró el litigio, hasta que un día, un periódico capitalino sacó en portada a nuestro defensor brindando con los grandes, sellando así, un acuerdo de fin del conflicto. El único beneficiario fue ese desgraciado. Se vendió a los peces gordos —nuevamente se secaba las lágrimas, estas sí salían del corazón, no del ojo que tenia mal.

»Padre fue a pedirle explicación y lo único que consiguió es que lo echaran a la calle como si de un perro sarnoso se tratase. Pobre hombre, volvió a casa destrozado…. Ya nunca fue el mismo.

Vuestra abuela, que en vida fue una mujer muy fuerte, intentaba animarlo. Algunos vecinos se dieron por vencidos y decidieron marcharse. Los pocos que quedamos interpusimos otra demanda, ahora también contra el “vende-pobres” del abogaducho ese. El muy sinvergüenza huyó del país llevándose todo. El barrio comenzó a albergar a gente de todo tipo. Ahora, cuando suenan las sirenas, no corremos detrás de los policías o bomberos, sino que nos encerramos en casa, no vaya ser que una bala perdida acabe alojada en nuestras cabezas, como de hecho nos pasó a muchos. Treinta años de lucha constante llevaron a tu abuelo hasta la tumba, con una promesa: no dejar que Barrio Esperanza perdiera su nombre, que ya es lo único que quedaba de él…

Aquí, solía quedarse mirando a lo lejos, suspendido en el tiempo, como quien ansía la llegada de alguien o de algo.

—Tío Roberto, ¿quiere que le acerque el bastón? —le preguntaba, a lo que él respondía: —¿A que sería triste perder la Esperanza?

—Sí, tío —le respondía yo, de pie mientras desde la ventana de la residencia miraba el estadio deportivo que iban construyendo los del progreso, justo donde el abuelo solía aparcar la camioneta.

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