IMAGINACIÓN DE LUCIÉRNAGAS ERRANTES

IMAGINACIÓN DE LUCIÉRNAGAS ERRANTES

Marta ...

29/06/2014

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Siempre dijo que lo único que no le faltaría serían soles. Primera línea de playa, muy luminoso, actividades dirigidas, pensión completa… ideal para ella, una mujer de mar. Eso decía una voz exterior a la que Anna no prestaba demasiada atención ensimismada en su propia teoría. «La semana tendrá sólo dos días, el resto serán el mismo. Un buenos días, dos nombres capicúas, tres olores, cuatro vistas y cinco sentidos, eso sí, siempre alertas a la vida».

 – La mujer de mar, acepta las condiciones y se queda a partir de este momento a disfrutar de la estancia.– Sonríe tímida Lucia, acompañando en el papeleo pertinente – 

Anna continúa sin dedicar tiempo a tanto protocolo de actuación. 

 – De acuerdo. Pasemos a formalizar todo el proceso.  Contestan desde el otro lado del mostrador – 

Minutos más tarde, ahí estaban…  Anna, sus maletas viejas recuperadas del fondo de algún armario y su lugar frente al mar, una habitación individual con baño, austera, blanca, vacía. Ella, ordenada al extremo y confusa al tiempo, coloca la ropa, los dos retratos en la mesilla y se sienta delicada en la cama. Es el momento de afrontar la primera noche… previsiblemente en vela, con el desasosiego de lo inconcebible. 

 – Buenos días. El desayuno está preparado. Todos los días de 8:00 h. a 10:00 h. estará a su disposición.  Resuena, en eco, una voz temprana y metálica desde el pasillo – 

Incrédula, por supuesto despierta y vestida con la misma ropa del día anterior, Anna recordó su enumeración de secuencias; se cumplía la primera premisa sin avisar y ella formaba parte, sin querer, de ese comienzo de día. Era martes, uno de esos días que son como los demás. Desayuno, actividades variadas, terraza al sol, comida, siesta, televisión y gente, cena, buenas noches si alguien hablase con ella o ella hablase con alguien y de nuevo la ingrata soledad de su nueva casa tan concurrida fuera y tan hueca dentro de aquella habitación blanca y sin historia. 

Historias las de Anna, mujer de mar y de siete islas de nacimiento. Indomable, hasta ese momento, conquistó el Mediterráneo desde aquel pequeño archipiélago del océano Atlántico donde dejó niñez difícil de carencias y padres entregados a solventarlas hace ya tantos años. La vida y sus conquistas, el amor y sus pérdidas inevitables, ella dispuesta siempre a la sorpresa y la lucha, construyó a costa de años su propia familia de dos, su trabajo y su mundo valiente. 

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El único aliciente del día era que terminase, mañana sería miércoles que es esdrújulo y uno de esos días diferentes. Tras la noche, su leve cojera amanece, en buen augurio de pie derecho y bastón de apoyo izquierdo, inicia camino desfilando en sutil contoneo hasta la puerta de la calle. Ella, coqueta al extremo, parece bailar. Respira, ya fuera, a medio pulmón la brisa del mar y a pulmón entero la libertad. Su baile lento, casi coreográfico en grupo y encabezado por Lucia, continua de paseo marítimo, lleno éste de verano en los transeúntes circunstanciales y en Otto.

Anna se apodera apasionadamente del cuarto banco del paseo para mirar al infinito, con el único límite de algún barco pescando al fondo, a su lado, en el tercer banco, está la ropa secándose al sol de Otto, su segundo nombre capicúa, acompañado de unas mochilas, algo de comer y su fiel compañero de viajes nómadas, un pequeño perro labrador guardián, en aquel momento, de esas pocas pertenencias. Porque Otto nunca está, parece no existir. Dicen que es como las luciérnagas, nocturno y volátil. 

Ella, que nunca creyó en castillos en el aire, se imagina a Otto desde los castillos reales, alquímicos en arena y agua, que el firma junto a una caja con apenas unas monedas con un cartel que dice “¿Me ves? FdoOtto”. Con alas que lo transportan liviano sin raíces aparentes, ligero de equipaje, de un lado a otro del mundo e irradiando, durante seis u ocho segundos intermitentes, una luz irresistible. Así transcurre la mañana, volando la imaginación en Anna, que siempre dijo, que lo único que no le faltaría serían soles. 

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El resto de días, siempre iguales, hasta el final de la semana.

El domingo, era día de visitas, el otro día que no era como los demás en aquella residencia geriátrica de estío reconvertida en vacaciones forzosas. El motivo es que no podían prestarle atención, inverosímil el argumento cuando ella vivía sola el resto del año; viuda, fuerte y sola en sus rutinas de barrio, sus libros y su pequeña casa, su lugar en el espacio y el tiempo. Unida al mundo en sus paseos tranquilos de aceraen baile de cojera inevitable, con sabor a la pequeña barra de pan recién hecho que disfrutaba como capricho, para su mínima pensión, en los desayunos y en aquel avisador, que colgaba a modo de collar de su cuello, que pesaba más por lo que significaba que por el objeto en sí y que la mantenía en contacto con Lucia, siempre pendiente a cualquier señal y con quien por cierto, se reencontraba en este nuevo espacio-casa. 

El domingo, en aquel ir y venir de gente, alborotado en las salas, los tonos de voz parecían entusiastas esas seis horas a la semana y todo aparentaba la compañía familiar que quedaba denostada el resto de los días, solventada en parte por las atenciones y cuidados de Lucia, a modo de fiel escudero, que convertía aquella estancia obligada en algo, sin duda, mucho más amable, habitable al fin y al cabo. 

Aquel día gustaba especialmente a Anna porque su mañana transcurría entre lecturas y conversaciones amenas  con aquel grupo reducido de gente anónima que acudían puntuales para suplir los espacios de quienes no recibían visitas. Era por la mañana, ella giraba la cabeza al chirriar de aquella puerta abriéndose justo cuando percibía el olor a sal innato en la piel de uno daquellos muchachos. Recibe, cómplice de él, en una bolsita transparente, a modo de regalo nunca pedido, arena aun húmeda de playa. Anna veía, durante unos seis u ocho segundos intermitentes, como la habitación se volvía más amarilla; ella que siempre dijo que lo único que no le faltaría serían soles.

Dentro de un año, de nuevo, las semanas tendrán sólo dos días, el resto serán el mismo. Un buenos días, dos nombres capicúas, tres olores, cuatro vistas y cinco sentidos, eso sí, siempre alertas a la vida… Lucia testigo de Anna y Otto, el uno desconocido para el otro y viceversa, ambos compartían sin saberlo, en una ensoñación de luciérnagas, de verano y de Mediterráneo, una suerte de luz que optimista sobrevivía, a cualquier adversidad, en destellos frente al mar. 

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