El viernes pasado tuve uno de esos flechazos que no sabes muy bien porque pasan, pero pasan. Se llama Miguel y vive en la calle.

Con sus dos edredones y su saco de dormir, con cara de haber pasado mucho frío la noche anterior, me mira con unos ojos azules casi  transparentes y me pide un cigarro (yo por norma no doy tabaco) y él no iba a ser la excepción, le miro y le digo no tengo, me sonríe, una sonrisa triste una sonrisa donde no hay dientes y me dice “no pasa nada rubia”.

Me detengo en seco, vuelvo sobre mis pasos, abro el bolso y le doy ese cigarro que tanto necesita, me vuelve a sonreír. Mientras busco el mechero le pregunto su nombre, se sorprende, se enciende el cigarro y  me dice Miguel, me llamo Miguel.

Por su aspecto parece drogodependiente, pero nada más decirme su nombre y a modo de apellido me dice,  no soy drogadicto. Le sonrió y  contesto,  eso se lo dirás a todas,  nos carcajeamos (risas sanas) mira el cigarro y me dice no, no lo soy. Bebo algo, pero para calentarme el cuerpo sabes!!!, no mucho,  me dice  “la calle es peligrosa” y tienes que estar al loro,  rubia,  si estas bebido estas jodido, volvemos a reír.

Cada vez me encuentro más a gusto hablando con él, tengo prisa en arreglar unos papeles pero decido quedarme un cigarrito más,  ¿por qué no? él  tiene ganas de hablar y yo de escuchar, así que me apoyo en la tapia donde él tiene su cuartel general y le pregunto ¿qué hace Miguel viviendo en la calle?, ya no me mira, yo tampoco  a él,  quiero que se sienta libre de contestar y mirando de nuevo a lo que le queda del cigarro, me contesta la vida, rubia, la vida, no le entiendo o mejor dicho no lo quiero entender  ¿la vida?.

Se termina de desperezar y se pone en pie, es alto, delgado y ésta algo demacrado,  no tiene más de treinta años, quizá menos. Y busca algo en una bolsa de deporte, yo miro de reojo, pero él se da cuenta, sonríe y dice tranquila,  te iba a invitar a un zumo de uva, pero no lo encuentro, agacho la cabeza y su altura le pregunto ¿y tú has desayunado?, claro que he desayunado, me faltaba el cigarrito y tú me lo has dado, volvemos a reír (ésta vez,  no lo creo, pero, tampoco insisto)

Sigo apoyada sobre la tapia, y él sigue revolviendo entre sus cosas, le insisto que no quiero el zumo, no me gusta le digo, pero él sigue rebuscando algo entre su bolsa. Cuando se incorpora de nuevo,  lleva en la mano  una cartera negra,  algo rota,  la abre, y de ella saca  una foto de carné y me pregunta ¿a qué es guapa?, se llama Alma.  Le cojo la fotografía y le pregunto ¿tu chica?, se arrasca la cabeza, baja los ojos y dice si, era mi chica.

Nos damos un tiempo, y me pide otro cigarrito, y es aquí donde comienza su historia. La historia de un chaval que no quiso estudiar, pero que desde muy joven empezó a trabajar en una cadena de automóviles de chapista (le enchufo su padre), la historia de cómo se compró su primer coche, un Seat Ibiza rojo, de cómo conoció a Alma en una quedada, de sus vacaciones con ella  en Alicante y al siguiente año ahorraron y se marcharon a  Canarias, de la primera vez que  fueron a la Cooperativa (se ríe y dice era todo campo y nos daba miedo)  en el Pau de Vallecas,  de cómo abrieron su cartilla para el pisito.

Pero la cara de felicidad se va apagando por momentos, apoyado a la tapia, con el cigarro en una mano y con lo otra se restriega los ojos, sólo es capaz de decir, la vida es una puta mierda, no deja de repetir, es una puta mierda, rubia.

No soy capaz de mirarle, no sé qué decirle. Me habla del ERE en la cadena de producción, donde salen su padre y él, me habla del despido de Alma y de cómo se marcho a Londres de enfermera por un año, me habla de cuando se acabó los subsidios el de él y el de padre y como estos,  tuvieron que irse junto con su hermana a casa de sus abuelos al Tiemblo (Ávila) y yo rubia,  me dice, me quedé en casa de un colega, echándole cojones a la vida,  haciendo chapuzas, pero había pocas o ninguna, los talleres aunque estaban hasta arriba de trabajo no contrataban más gente y  al final  me rendí. Fue poco a poco me cuenta, sin darme cuenta   me fui metiendo en una espiral demasiado grande para mi, y acabe en la calle.

A mí no me cuadra demasiado y le pregunto de nuevo ¿ te has rendido de verdad?, ésta vez me mira y afirma con la cabeza, y si te dan una nueva oportunidad? le insisto, ¿oportunidad? ¿pero tú de qué planeta eres rubia? ¿oportunidad?, quiero quedarme cómo estoy,  ésta es mi oportunidad, lo entiendes (me sorprende su tono de voz, por momentos se va poniendo algo tenso y lo dejo estar)

Cuando nos despedimos, nos estrechamos las manos  y nos deseamos suerte. Sigo mi camino, no dejo de darle vueltas a lo que acabo de vivir (y os aseguro que algo he vivido). Cómo una persona tan joven no cree en una nueva oportunidad, que le debe de pasar por la cabeza para esa rendición incondicional hacia la vida. 

En mi cabeza, resonaba una y otra vez una estrofa de una canción de Enrique Bunbury: Otra vez perdiste tu oportunidad, siempre enfrentándote y al final, vencido por el miedo, caes al suelo y te dejas pisar…(El viento a favor)

En mi opinión, creo que no es bueno quedarnos con los brazos cruzados, ante tales historias. Modestamente he recogido la historia de Miguel, pero cuánta  gente debe vivir así, no sé en otras ciudades, pero aquí en la mía, Madrid, viven muchos, gentes anónimas, gentes sin ningún tipo de ilusión, sin ninguna meta, sin creer en las oportunidades. Victimas de  acontecimientos de los que ellos no tienen ninguna culpa (en algunos de los casos). No me cabe en la cabeza que a vivir entre edredones en la calle se le llame oportunidad.

Desde luego hay temas graves que nos están aconteciendo en estos momentos, pero os aseguro que éste es uno de ellos.

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