Se sentía aturdido, no entendía las palabras del hombre que le gritaba.  ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué lugar era aquél?  La calle le parecía desconocida.  La muchedumbre furiosa.  Él en medio de todos sentía el cuerpo averiado.  No podía distinguir si le dolía más el pecho, la cabeza o las piernas.  Pero recordaba su propio nombre:  Eulalio.  Su apellido, no.  ¿Por qué lo habían golpeado?  El pánico se apoderó de él y le devolvió un poco la memoria.  Entonces vino a su mente que andaba con un compañero, Javier.  Con la vista lo buscó entre las personas que lo rodeaban.  Lo vio tendido a lo lejos.  Parecía muerto.  Lo estaba.  Y como ola violenta le llegó el recuerdo de lo que andaba haciendo con él.  En ese instante su mente evocó los gritos de la muchacha a al que se habían llevado.  Entonces comprendió que no tenía escapatoria.

Le había dicho a Javier que solamente la robaran, le dieran unas cachetadas por jugar, no más.  Pero Javier estaba muy tomado, fuera de sí, y no se conformó con tentarla por todos lados.  La tiró al suelo, y él, tomado también, no tuvo con qué decir no al cuerpo.  No se dieron cuenta de que se les pasó la mano al tratar de callarla y ella ya no se movió más.  Ahora sí lo recordaba perfectamente.  Se le bajó el cuete del miedo.  Lo último que vio fue aquel mazo dirigirse a su cabeza.

En esas milésimas en las que el cerebro recibe el daño antes de apagarse, el tiempo transcurre de otra manera.  Las últimas transmisiones eléctricas, las últimas sinapsis, permiten evocar.  Eulalio recordó la vez en la que su padre le compró una concha cuando él era niño, y el día en el que jugó con sus hermanos a las escondidas y su mamá los regañó a todos por estar en la calle hasta tan tarde.  A su mente tuvo tiempo de llegar también la imagen del patrón que lo azotaba.  La última visión fue del atardecer aquél en el que se tomó solito una botella de mezcal y sintió que la vida era verdaderamente hermosa.

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