1896 – NIJAR –ALMERÍA

Manuel Francisco del Corazón de Jesús Nicolás Calatrava Montoya acaba de ser inscripto en el registro de la Iglesia del pueblo.

  Al parecer, no se quedaron cortos con el nombre. Había que homenajear con él a abuelos, amigos y hasta al cura del lugar.

  Hijo de una familia de comerciantes, Manuel tendría un muy buen pasar.

  Disfrutaría de buena comida, de una educación esmerada y de una instrucción que muy pocos podían tener en las postrimerías del siglo XIX.

1898 – ULEILA DEL CAMPO – ALMERÍA

En el seno de una familia de agricultores, exportadores de uva, nacía Dolores María Mijoler Rubio, en un cortijo de Uleila bajo un tímido sol de octubre.

  Manuel gustaba de fiestas, cantaba flamenco, asistía a tablaos. Era sagaz e inteligente y se aplicaba en sus estudios. Estaba pupilo en un Colegio de curas, sus calificaciones impecables pero su indómito espíritu aventurero le jugaba malas pasadas.

  Dolores, Lola para su familia, quedó huérfana de padre a muy corta edad. La coz de un caballo terminó con la vida de Don Ismael a la edad de 33 años, cuando cumplía con la Milicia, que en Caballería eran cinco años.

  Manuel terminó el Bachiller y junto con el cura amigo decidió embarcarse y venir a América, a descubrir nuevas tierras, a buscar horizontes sin historia, a plantar las primeras simientes en un país que recién despuntaba.

  Y con su flamante título bajo el brazo, sintió que nada era imposible, que conquistaría el mundo y viviría según lo que su mente le dictara.

  Su madre creyó enloquecer, pero ante la decisión irrevocable le dio su bendición y cinco libras esterlinas.

  Atesóralas  y solo las usas si es muy necesario—le dijo con un hilo de voz— mientras las monedas de oro tintineaban en las manos de Manuel.

  Este, sin emitir palabra, las guardó en un minúsculo monedero  de plata y juró conservarlas por siempre. Ganaría su propio dinero, sería próspero, no necesitaría echar mano  a esas monedas para subsistir.

  Al mismo  tiempo, Águeda María, joven viuda  tomaba el mismo barco, el Infanta Isabel de Borbón, con el mismo destino pero con otras necesidades.

  Dejó a sus hijos al cuidado de una tía, vendió parte del Cortijo y decidió comenzar una nueva vida, lejos de la pobreza que se avizoraba, de las guerras y del estigma de mujer sola de aquella época.

  Mientras Manuel, mi abuelo, con 18 años conseguía trabajo de inmediato, gracias al título que muy pocos tenían en esa época, Águeda, mi bisabuela, fue tomada como pantalonera en un comercio. Con mucho sacrificio, la espalda encorvada y los ojos turbios de coser a la luz de las velas muchas veces, logró traer a sus hijos, Felipe y Lola, y también a su tía a la tierra prometida.

  Aquí se establecieron  y trabajaron duramente. Nunca les faltó el pan, nunca tuvieron lujos pero tenían en el alma la riqueza de estar unidos y juntos.

  Era la época en que comenzaban a llegar los inmigrantes, sobre todo de España, Italia y Portugal y todos los “paisanos” se agrupaban en distintas asociaciones para ayudarse, para mantener las tradiciones.

  Así se conocieron Manuel Calatrava y Dolores Mijoler, Lola, mis abuelos maternos.

  Muy pronto se casaron y el espíritu inquieto de mi abuelo decidió emigrar a parajes desiertos, a conquistar la gélida Patagonia, a radicarse en Comodoro Rivadavia, donde lo único que había eran tierras estériles, y vientos helados.

  Después, en 1913 llegó el petróleo. Ese oro negro que cautivó a centenares en el mundo entero y que corridos por la hambruna, las guerras y las dictaduras decidieron embarcarse, muchos en un viaje sin retorno, con el único equipaje de lograr un sueño: ser ricos.

  Cuando todos emigraban a esta  América bendita, mis abuelos, que habían logrado un ascenso socio económico importante, decidían irse nuevamente a España, esta vez llevando de la mano a su pequeña hija María de tan solo 8 años.

  Embarcaron en sentido inverso al que lo habían hecho hace años, despojados de ropas comunes y ataviados con trajes importados.

  Iban con el deseo de ayudar a su familia, corrían los años 30 y la depresión se hacía sentir. Además querían bautizar a María, mi madre, en la Iglesia del pueblo que a mi abuelo vio nacer.

  Como se imaginarán, el pueblo estaba enterado que volvía Manuel, con familia y con dinero.

Las comadres todas de negro, la familia, los vecinos, todos estaban a la espera de los viajeros argentinos.

  Mi abuelo hizo una gran fiesta, invitó a todos sus amigos, el pueblo estaba presente y allí dio la gran noticia:

  —Hemos venido a visitarlos y a bautizar a mi hija en esta Iglesia del pueblo de la que tantos recuerdos tengo.

  Las comadres y vecinas comenzaron a persignarse y  algunas en voz muy alta, elevando los ojos al cielo, exclamaban:

— ¿Pero cómo, a esta edá y sin bautizar la niña?

— ¡Pobre Dolores María, con el diablo en el cuerpo, sin la Santa Eucarestía!

— ¡Qué será de la pobre niña,  a esta edá sin las aguas bautismales!

Mi abuelo, andaluz de pura cepa, corrió la silla de un golpe y dando puños en la mesa gritó para todo el pueblo:

— ¡Con que estas tenemos…pues ahora… la niña no se bautiza!

Y sin más tomó su sombrero andaluz y casi arrastrando a su mujer y a su hija se dirigió a comprar el boleto que lo regresaría para siempre a su querida Argentina.

  Ya Comodoro albergaba cientos de hombres, rudos y solitarios que esperaban ocupar sus horas en el trabajo para llenar sus manos de monedas para un venturoso futuro.

  Ante tantas personas necesitadas, mi abuelo construyó una Gamela (especie de comedor –confitería) y allí daba de comer a esos inmigrantes, sin cobrarles nada hasta que consiguieran trabajo.

  Don Manuel Calatrava, con su reloj de bolsillo pendiendo de una gruesa cadena de oro y su anillo de brillantes más reluciente que el lucero, todas las mañanas antes del alba iba a comprar alimentos, los mejores y más nutritivos, para darles a esos trabajadores un buen plato de comida después de un día de arduo trabajo.

  No pedía nada a cambio, su alma generosa se enriquecía día a día sintiendo el agradecimiento de tantos hombres duros y solitarios, mientras sus bolsillos se empobrecían.

  Servía sopas humeantes,  en vajilla de porcelana del Viejo Continente, la cubertería de plata y las copas de cristal, para que allí la pobreza pudiera soñar.

  Conversaba con cada uno mientras los alegraba con alguna copla flamenca y en las noches de grandes heladas, una copita de anís para calentar las entrañas.

  Muchos trabajadores pagaron algo de lo mucho que les había dado, otros nunca pudieron hacerlo pero pagaron con lágrimas de agradecimiento.

  Hubo uno que recuerdo, un ruso grande que no hablaba  el idioma y que comió varios meses en la GAMELA DE CALATRAVA.

  Era inteligente y tenaz, deseoso de trabajar, sin miedo al trabajo duro, a la intemperie, a los prejuicios.

  Cuando cobró el primer sueldo, fue a ver a mi abuelo y poniendo todo sobre el mostrador le dijo en su casi inentendible español:

—Don Manuel, sin duda  esto no alcanza, pero es lo que ahora puedo pagar, aunque nunca podré pagar todo lo que usted me dio, no en comida, sino en cariño y comprensión.

  Mi abuelo tomó el dinero, con cuidado lo dobló y tomando la mano del “gringo”, allí apretado lo depositó.

  Hijo—le dijo emocionado—, nada me debes ya que tu esfuerzo y gran corazón valen más que una  sopa o un garrón.

  Algún día seré rico—contestó el “hombrón”— y nunca me olvidaré de que será gracias a usted.

  Los años pasaron y mis abuelos envejecieron, los tiempos cambiaron y ya las agrupaciones comenzaron a surgir para ayudar a los necesitados.Cáritas, Red Solidaria y muchas otras instituciones hoy tienen voluntarios que asisten al necesitado, que colaboran con los pueblos originarios tan marginados, que están presentes cuando la muerte da vida en un transplante, cuando un niño desaparece, cuando a una niña le roban la inocencia, cuando el hambre golpea a la pobreza.

  Don Manuel y Doña Lola se retiraron a vivir con mis padres, con una magra jubilación que apenas les permitía el sustento.

  La enfermedad de mi abuelo, Alzheimer, lo llevó a regalar las cinco monedas de oro que siempre cuidó y conservó. Nunca supimos quién fue el depositario de ese invaluable tesoro, esperamos que  quien sea, haya sabido la historia de las mismas.

  Mi abuelo falleció un día de tormenta. La lluvia azotaba ferozmente y el camino al cementerio era un lodazal.

  El cortejo fúnebre no podría pasar.

  De pronto se presentó ante nosotros la fornida figura de ese ruso que había llegado hacía tantos años y que su honestidad y trabajo lo habían hecho cumplir su sueño: ser rico.

  Tenía una Empresa con maquinaria vial entre otras cosas.

  Nos dijo que él personalmente con su barredora iría despejando el camino para que la caravana pudiera llegar al cementerio y así lo hizo.

   Las lágrimas derramadas por ese hombre rudo de gran corazón, se mezclaron con la tierra barrosa que cubrió el cajón y fueron la promesa cumplida a su benefactor al llegar a su última morada.

  Muchos años han pasado, ya no queda nadie de aquella generación de inmigrantes españoles, polacos, portugueses, rusos, a los que mis abuelos dieron albergue, alimento y lo más importante tal vez, compañía en esa triste soledad, donde la tierra y la familia se  desdibujaban en la helada niebla.

  Cerca de la Gamela, hoy inexistente, hay una plaza que lleva su nombre. La recorrí hace unos años y preguntando a un grupo de niños que allí jugaban si sabían quién había sido Manuel Calatrava, muchos me miraron asombrados pero uno, tímidamente se acercó y me dijo:

“Dice mi papá que si no hubiera sido por Calatrava nosotros no existiríamos”.

  Un nudo se hizo en mi garganta y pude sentir la presencia alegre de mi abuelo sintiéndose el hombre más rico del mundo.

  Manuel Francisco del Corazón de Jesús Nicolás Calatrava Montoya, Manuel Calatrava, Don Manuel… mi abuelo.

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  Abuelo, dejaste tu patria, tu gente, tu pueblo y amaste este país con toda tu alma, dejaste tu huella, tu gratitud, tu esperanza en esta Argentina que a veces se levanta luminosa y brillante como el sol naciente y otras se desangra como el sol naranja-fuego del poniente.

  Dos países, dos banderas que fueron tu vida, hoy son el color de mi sangre.

 NOTA: mi madre se bautizó… ¡el día que se casó!

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