¡Josefa, esta camisa aún conserva la mancha! ¡No se te paga por hacer a medias tu trabajo, negra bruta!
Así la llamaban sus patronas, mujeres de aspecto refinado, de cuerpos esbeltos, de miradas desdeñosas y de vidas vacías.
Josefa o “la negra” como le decían en el barrio de elegantes mansiones, había nacido como muchos de tantos niños sin conocer a su padre.
No era entonces nada fuera de lo común, que su vida se desenvolviera entre el fregadero de platos o el lavado de finos manteles que cubrían largas mesas con exquisitos manjares , deleitando cada fin de semana a distinguidas damas y caballeros , a los cuáles les gustaba observar por una pequeña rendija de la cocina.
Todos los días se levantaba con el canto alegre de algún jilguero. Concluidas las faenas de la mañana, se sentaba fuera del portón a esperar a la hija de sus patrones que regresaba de la escuela; Corría presurosa a cargarle la mochila que siempre llamaba su atención; por un costado de la misma podía observar las cartillas y libros de diferentes tamaños como percibir también el olor a frutas de los colores con las que la pequeña daba vida a sus dibujos.
Ya en la habitación le sacaba los zapatos y le sobaba por un rato los pies. Luego según el humor de la pequeña le subía el almuerzo o la acompañaba al comedor, mientras esperaba sentada en el piso que terminase de comer. Más tarde recogía las muñecas y las colocaba una a una en el estante que le correspondía; sólo en ese momento podía jugar con ellas de manera disimulada.
Antes de salir de la habitación solía mirarse en el espejo y de reojo mirar a la niña… no eran tan diferentes, pensaba ella. Tenían la misma edad y gustaban de los mismos juegos. Solo el color de la piel las diferenciaba.
Pero Josefa “la negra” no era tan negra, por sus venas corría sangre de blancos.
Sangre de blancos a los que por sus continuos maltratos había aprendido a odiar.
Sangre de aquel blanco que le dio la vida sin el consentimiento de su madre y que en una de tantas noches , cautivo de la droga y del alcohol ,quiso repetir en ella la cruel historia .
De blancos , que aprovechando el poder de su dinero , saciaban con brutalidad una y otra vez sus instintos en las jóvenes negras, cuyos cuerpos empezaban a tornarse con la sensualidad de una guitarra y sus pechos a erguirse con la altivez de las montañas.
-¡Pero qué más da… el blanco es blanco y el negro es…solo negro!- solía decirle su madre mientras fregaba los escalones de la suntuosa escalera de mármol que conducía a las habitaciones de los patrones.
Habitaciones que conocía perfectamente, pues dormía en una de ellas, acurrucada en un petate sobre el suelo, velando el sueño de su pequeña ama.
Así crecía Josefa, con la esbeltez de una palmera; sus carnes duras y sus labios carnosos había hecho girar más de una vez la cabeza de algún mozalbete.
Pero a pesar de que tenía sangre de blancos su destino estaba marcado por el color de su piel.
Suficiente realidad para que en aquella noche que fuera encontrada gimiendo como un animal herido con las ropas desgarradas, su madre haya arremetido contra aquel desgraciado que mancillo su honor. Aún el cuchillo conservaba tibia la sangre de su patrón cuando llegó la justicia portando sus trajes azules;
La escena era contundente “asesinato en defensa propia” pero bastó con mirar la piel para que la justicia no se inclinara a favor de su raza.
¡Culpables! Escucharon decir. ¿Culpables de qué? Se preguntaba la negra colocándose las manos en los oídos para no escuchar la sentencia que retumbaba en ellos.
Con los ojos desorbitados por el miedo y por la angustia, miraban al hombre blanco que con desdén e inflexibilidad daba su fallo.
¡Culpables, de haber asesinado a un hombre prominente y respetable, a un hombre de vida ejemplar, a un benefactor de la comunidad!
Pero la negra no entendía de palabras rimbombantes, solo entendía el lenguaje del dolor, de la humillación y de la discriminación que le había sido legado.
¡Pero qué más da… el blanco es blanco y el negro es…solo negro!
Así continuó Josefa, purgando junto a su madre una condena injusta entre las paredes mustias de una lúgubre cárcel, entre barrotes recios y fríos como su alma.
Así veía pasar su vida, la de su madre y la de muchas mujeres afines a ellas en la pobreza, en la discriminación, en la desigualdad.
Contemplando como la desesperanza hacía presa fácil de las mujeres más viejas de la cárcel, aquellas que con razón o no de su condena albergaban la ansiada libertad, pero que con el pasar de los años se resignaban a la soledad. Otras en cambio no esperaban nada, preferían estar allí; Era mejor que vivir vejadas y señaladas con el dedo, eso era mejor a sentir la indiferencia de sus iguales.
Pero fuera de los barrotes todo cambiaba… las personas, las costumbres, hasta las leyes. Sin embargo adentro todo seguía igual, como si el tiempo se hubiera detenido en el mismo instante en el que atravesaran el portón que daba la bienvenida a cada triste historia.
Hasta el día en que la desolación entró en el alma de su madre a quien escuchó decir por última vez –¡Pero qué más da… el blanco es blanco y el negro es…solo negro!- mientras empujaba con las plantas amarillas de sus pies, el banquillo que le había permitido colocar la soga sobre la viga de hierro mohecido, que contemplaba todas las noches con mirada consoladora.
Ahora su madre era libre, había conseguido la libertad por sus propios medios; y ella, mirando la paz con la que había partido, quiso también purgar su pecado, su gran pecado…ser negra.
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