EL NORTE Y LOS SUEÑOS

 

Ven conmigo al norte mujer…

 

Cirila se encontraba entre la espada y el amor de madre, sin resignarse a aceptar el nuevo futuro que su hombre, junto a otros hombres del pueblo, se empeñaban en perseguir. No es que le temiera a la muerte, desde muy pequeña aprendió a convivir con ella y aceptarla como ley de la vida. Como su abuela Rosaura le dijo al momento de morir.

 Acercando su voz sabía y moribunda al siempre dispuesto oído de su nieta, le había dicho: No me llore hija porque bajo la tierra a la cual  pertenezco seguiré siendo feliz.

Sabiaspalabras que Cirila atesoró para siempre y le dieron fuerzas para defender la tierra junto a los suyos. Que inevitablemente la conectaban hoy con el presente. Le era imposible sacarse del pecho el terror que le causaba el sólo pensamiento, de que las pequeñas huellas de sus hijos  quedaran en mitad de un camino incierto y desierto.

 El hecho de que sus chiquillos fueran tan indefensos, provocaba en Cirila profundos surcos de soledad, y la animaban a pelear con fuerza contra las carencias, y contra  la idea que se le metió al padre en la cabeza.

Para ella era preferible quedarse al lado del fogón que les brindaba abrigo, para ella era suficiente permanecer como la abuela, sin conocer, ni necesitar de otras tierras para ser feliz.

Así se lo decía a Juancho cuando caía la noche. El arropando a sus chiquillos, con la panza a medio llenar, reafirmaba a Cirila.

 

No quiero ver a los hijos pasar hambre mujer.

 

Con el paso de los días, que los acercaba a la hora de la partida, Juancho hombre de mucho esfuerzo y pocas palabras, paseaba su preocupación por el cuarto cuando la creía dormida. Ella en silencio lo veía arropar a sus hijos con un abrazo protector y a la vez incierto, que les brindaba cada vez que la ocasión se lo permitía. Entonces era cuando ella se llenaba de ternura para comprender, las muchas noches de insomnio que tolero el hombre, para decidir cambiar su tierra por otra ajena.

Por todo esto y desde que la idea tomó cuerpo, haciéndose carne en los rincones del hogar, el cual ya comenzaba a oler abandono. Desde entonces cada mañana Cirila, se daba la tarea de encender tres veladoras a la virgen de Guadalupe, con ruegos bien específicos y de buena esperanza sobre el futuro.

 

La Blanca, para que le enseñara el camino y no le permitiera dividirse en dos mitades–Virgencita le expresaba la joven madre cerrando los ojos—Me encuentro entre dos amores tan distintos, cómo es el que se le tiene a los hijos, pero igual de sentido por este hombre con el que los parí—Esperando respuesta continuaba—No me niegues el derecho de bañar a los hijos de mis hijos en aguas mansas.

Quiero permanecer como la abuela, sin tener que acercarme a otros cielos para ser feliz.  

 

La azul, la encendía para que le cambiara la idea a Juancho, y se quedaran junto al lado de los árboles que le dieron sombra y lecho cuando  la hizo suya—Acuérdese Virgencita, que después de tantos credos usted, misma me lo envió. Y, aunque la suerte al joven campesino, de rostro sencillo y de fuertes manos, le cambio de gris oscuro a inhumano, sin poder terminar de construir todo lo prometido. Yo lo quiero igual– terminaba con fervor la joven mujer.

A Cirila le importaba muy poco quedarse sin los vestidos esperados y seguir caminando sus guaraches viejos, siempre y cuando se le permitiera no alejarse del olor a la tierra mojada.

 La amarilla, para que la milagrosa, no la dejara sola en la decisión. —Virgencita le suplicaba, en tres rezos seguidos—Déme la señal y aleje los temibles presentimientos que me pasean por doquier. —Tape mis oídos para dejar de escuchar los malos presagios. —Cubra mis ojos para mirar sin miedo el cielo—Y quite este aroma silvestre de mi olfato–.

Pero más agradecía quedaría, si de una vez y para siempre, regresaran las desviadas aguas del río claro. Para que como antaño, ėl cause natural le diera de beber a la buena siembra y así no tener ella que cambiar su ruta. Este era ėl ruego más recurrente, sólo así dejarían de sufrir, cada vez que el hombre regresaba tras la puesta del sol. Como sombra silenciosa llegaba a sentarse a la mesa de sus hijos con las manos gastadas por la escasez del pan.   

Pero por sobre todo, ella quería que su cuerpo, corazón y alma se aquietaran de una vez por todas, para que el siguiera acariciando sus pechos sin culpa. Y ella aceptara por fin perderse en los sueños de ėl.

 Así se lo decía a Juancho cuando caía la noche. El acariciando, entre penas y suspiros, la dulce eternidad de los pliegues de su cuerpo, le repetía.

Deja de hablar tanta desgracia mujer.

 

Pero su angustia regresaba, cuando sus pensamientos regresaban y le recordaban las malas historias, relatadas los domingos después del sermón. Cuando la gente del pueblo se reunía en las escalinatas de la Iglesia, sin importarles el sol del medio día. Contaban con sincera preocupación paisana, las mil y una desventuras acerca del peregrinaje. Se decía, entre otras cosas que no todos corrían con la misma suerte. De los muchos que lo intentaban y los pocos que regresaban. Que algunos eran engañados por los coyotes, quitándoles el poco dinero que llevaban Que otros yacían para siempre bajo el sol despiadado. Que la esperanza de una mejor calidad de vida los excluía, pasando a sumar un puñado de estadísticas abandonadas.

Y…, por último que era imposible ver el camino sin la luz de la luna.

.

Sin embargo, en el diario habitar, por momentos, Cirila se iba apaciguando, al escuchar la voz segura de su hombre, hablar con tal ahínco de los sueños del norte, de las nuevas  oportunidades yde un futuro mejor.

 Hasta que se mencionaba el retorno. Allí su rebeldía fluía con más fuerza, pues el regreso que ėl le prometía ella lo adivinaba más lejano que todas sus suplicas.

Desde pequeña, la abuela Rosaura le había enseñado a percibir lo que iba a pasar a través de las copas de los árboles. Y…, esas ultimas noches se fijo que el viento los soplaba al contrario del camino—Esto, Hija indica que el viento trae soplos que ya son del pasado. — Esta señal hacia que la pobre mujer cruzara su mirada con la de la Virgen que permanecía en el altar colorido de flores, las cuales se afanaba en buscar para ella.

 Así se lo decía a Juancho cuando caía la noche. El sentado en la cama con el cansancio a cuestas y,  un temple de acero creado desde la infancia, en la diaria jornada, le repetía.

Así son las cosas mujer,  tendrás que empacar tradiciones y costumbres.

 

Por las tardes cuando adivinaba el desaventajado paso que le regresaba a su hombre. Se apresuraba a apagar sus ruegos. No porque ėl no creyera en la Virgen de Guadalupe, muy por el contrario. Solo que no quería disgustar sus pensamientos:– Que trabajar en la cosecha de las uvas en California, no podía ser peor que arar un pedazo seco de tierra, que lo único que hoy cosechaba, desde que les dejo de dar lo que sus abuelos le heredaron,  no eran más que tristezas y hambre.

La última tarde que le restaba, antes de separarse del único camino ancho y verde que conocía. Juancho la encontró dormida con los brazos cruzados sobre la mesa de madera de otros tiempos,  rodeada de bultos que los acompañarían.

 Estaba muy cerca del fogón y ya vestida para lo inevitable. El hubiera preferido que ella continuara con sus reclamos, para con ėl y con las suplicas para la virgen, que verla así casi muerta y sin palabras. Apenas tocándola la tapo con la manta que traía encima, para luego dirigirse al rincón de los milagros y pedir la bendición.

La despertaron los murmullos, que venían de fuera, de los que se sumaban a la caravana y la de los que se levantaron a solidarizar. Juancho se apresuró a cargar los chiquillos y los escuálidos bultos. Cirila lentamente con la vista aún nublada, camino directo hacia el altar para encender las tres veladoras.

Arrodillada cambio sus ruegos diarios, y esta vez pidió perdón a la Santa, por si alguna vez escuchó sus reclamos y maldiciones a la tierra que ayer les dio de comer.  

Pero, sobre todo, pidió perdón por si en el largo camino dejaba de creer en ella.

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