Sandra tenía 3 hijos y muy poco para darles, pero hubiera sido capaz de adoptar uno más, tener no, pero adoptar sí. Donde comen tres comen cuatro. El problema empieza cuando no es solo darles de comer, cuando hay que conseguir remedios, o llevarlos a la escuela, porque en la escuela estaban calentitos y le daban la leche, pero había que llevarlos y había días en que era difícil, sobre todo cuando llovía. Pero les hacía bien ir, incluso algunas maestras parecía que los querían, no sentían rechazo al besar sus mejillas paspadas y ásperas de frío y falta de un baño diario.

Y Brian estaba enfermo.

Ella sabía que Brian tenía la pata de cabra. Una maldición que le había echado la madre de Walter, un marido sin papeles y padre ignorante de sus tres hijos. Tan ignorantes todos que por el solo hecho de que el nene tenía ojos de un verde que daba esperanzas a la familia, lo habían desconocido como propio y acusaban a Sandra de haber engañado al pobre esposo. Nadie quería escuchar las verdades de la vida en la casilla echa de maderas de cajones y algunos ladrillos que le habían regalado en la Unidad Básica del barrio como si con ello les hubieran resuelto el problema de la vivienda como anunciaban en la publicidad del gobierno, “Es lo que hay” fue la respuesta a su reclamo. No era fácil vivir en un solo espacio los cinco, con colchones aplastados y un metro de separación entre el que usaban los hijos y el que usaban Walter y Sandra. Usaban hasta que Sandra se cansó de las borracheras, que entendía porque con algo había que ahogar los faltantes, pero los golpes no, no los entendía. Tampoco entendía a esa vieja metida que la acusaba sin saber que ella el poco sexo que tenía era con Walter y cuando no quería que empezara a golpearla delante de los chicos. Pensar que por eso, por haberle pedido que se fuera a vivir con su madre, ahora el nene estaba enfermo. Ella sabía bien de las consecuencias de esa maldición, sabía que necesitaba urgente una curandera, pero en la villa estaba castigada, su suegra era líder y nadie iba a ayudarla si no dejaba de calumniar a su marido diciendo que le pegaba y que iba a denunciarlo. En realidad, no iba a denunciarlo porque no tenía sentido, quién la iba a escuchar. Ella contra un hombre. Sin posibilidades de nada había llevado a su hijo, temprano, a la salita cercana, pero ese día el médico no atendía y la enfermera le dijo que lo llevara al hospital. ¡Al hospital!, a la curandera tenía que ir, pero como no podía, iba a ir al hospital, claro que al otro día, de tarde no iba a conseguir número.

Eran las 3 de la madrugada, hacía frío, de esos a los que la falta de comida le abren paso hasta los huesos. Sandra esperaba el micro con Yony en brazos, prendido de su teta; Brian aferrado a sus pantalones; Yenifer era más grande, estaba sentada en el cordón de la vereda. Brian volaba en fiebre, por culpa de la pata de cabra. Necesitaba llegar al hospital temprano, antes de que se terminaran los números, porque si se terminaban no había forma de que lo viera un médico.

El micro tardó un rato, al subir ya estaban protegidos del viento, y el frío calaba menos que en la casilla.

Entraron al hospital en noche cerrada. Ya había unas cuantas madres esperando a que empezaran a dar número. Yenifer se acomodó en uno de los bancos de madera y se durmió enseguida, ¡Estaba de calentito el lugar! Yoni no largó la teta ni un segundo y Brian se quedó pegado a Sandra, no se sentía bien, y a Sandra le venía la culpa… si hubiera abortado, si el padre no fuera Walter… tantas preguntas.

Entretuvo las horas de espera hablando con otras madres, como siempre, de sus hijos, del frío, del hambre, de los padres ausentes, de que si en algún lugar daban ropa, comida o algo, de tantas cosas en común.

A las siete en punto, apareció una mujer que gritó “Respetando el orden de llegada, hagan una fila que voy a dar número”. Alguna se adelantó. Sandra, tan peleadora, en el hospital era un pollito mojado y no protestó, no tenía tantas adelante. Le tocó el 23, no era mucho, con suerte antes del mediodía saldrían del hospital.

Con el pedazo de papel que marcaba su turno bien agarrado en la mano, volvió al banco. Yenifer se había despertado, tenía hambre y ni agua había para darle, la conformó diciendo que pronto los iban a atender.

A las ocho aparecieron unas mujeres con guardapolvo blanco, desprendido, parecían las doctoras, no pudo verles la cara, estaban de espaldas a los bancos de espera. Se hizo un grupo de cuatro o cinco y se las oyó hablar sobre el fin de semana, la cena en lo de alguien que no entendió, pero que debió ser muy divertida porque cuando mostraron las fotos del encuentro, todas se rieron.

Desde la otra punta del pasillo apareció la enfermera. Sandra la reconoció por el guardapolvo rosa, bien abotonado. “Buenos días, doctoras”, dijo, saludando al grupo de mujeres. Empezó a abrir consultorios mientras que en voz alta iba dando instrucciones “A ver, mamitas, atentas y con el número en la mano que ¡ya empiezo a llamar!!”

Y empezó… no tardó mucho en llamar: “23” y Sandra impulsada por una voz interna que no la dejaba desobedecer, entró al consultorio. La doctora estaba detrás de un biombo y desde allí le dijo “Mami, poneme el nene en la camilla que ya lo veo, estoy mirando su historial, vos ya lo trajiste en otra oportunidad”. Iba a contestar, pero la tapó la voz de la enfermera que repitió la orden. “El nene, en la camilla”. Mientras Sandra intentaba explicar que Brian tenía la pata de cabra, la doctora se acercó sin dejar de admirar sus uñas de un rojo intenso mientras susurraba “pata de cabra, pata de cabra. Gripe, mamita, gripe con suerte, o bronqueolitis, ya veremos”.

Desde que miró a Brian empezó a llamarlo Bryan. Ni lo tocó. Susurrando palabras difíciles, ignoró a Sandra y se fue al escritorio. Escribió un papel de punta a punta y dijo “Mami, vamos a hacer una rutina clínica completa, cuando tengas todo volvé que te veo sin número”.

Sandra salió mirando el papel para arriba y para abajo, ella no era muy buena lectora, pero esa letra no la iba a entender nadie.

En el pasillo, con Yoni prendido a su teta, ajeno a todo, Brian agarrado a su pantalón y Yenifer unos pasos atrás, Sandra se sintió perdida frente a su papel y fue evidente. Se le acercó un hombre vestido de uniforme marrón y le dijo, “dame que te puedo ayudar”. Le indicó que tenía que ir al consultorio 24, pasillo a la izquierda, que ahí empezaban los estudios.

Y así, Sandra pudo recorrer los consultorios indicados y en cada uno agregar un papel a su calvario, con la certeza de que todo era en vano, que así no se cura la pata de cabra, que es necesario devolver la maldición al que la echó, pero de eso en el hospital no sabían nada.

Cuando tuvo todo, volvió al consultorio de la doctora, la enfermera la vio y la hizo pasar. La doctora sacó los papeles de las manos de Sandra y después sentenció “Te falta uno, nena, te falta uno. Tienen hijos y no pueden hacer una rutina simple”. Se dirigió a Sandra y con voz pausada, marcando cada sílaba le dijo “andá al cuarto piso, la ves a Celia que ella te va a ayudar, después volvé”.

Sandra fue hasta el 4° piso y sin llamar, apareció Celia. Tomó los papeles con la seguridad de quien sabe de qué se trata. Miró uno a uno a sus tres hijos y le dijo, “sentate acá que vas a estar más cómoda, ya vengo”. Y así se fue con los tres. Al rato volvió. Sandra vio un nuevo papel en su mano y la cara de sus hijos sucia de chocolate y restos de galletita. No pudo decir nada, tomó el papel y, al darse vuelta para recorrer los pasillos de regreso al consultorio, escuchó que Celia, muy bajito, casi en secreto, decía “ya está hecho, la pata de cabra no va a tener suerte esta vez, pero vos llevá los papeles que te pidieron”. No pudo responder porque la enfermera del 4to piso ya no estaba. Volvió al consultorio.

La enfermera la hizo pasar en seguida. A la doctora se le arrugó la cara y muy molesta dijo “Ah  llegaste justo, ya me iba, o te crees que lo único que tengo que hacer es esperarte. Dame el informe, a ver qué tiene Bryan”. Se concentró en leer y sentenció “Viste, bronqueolitis. Si hacés todo como te digo no lo internamos, si no vamos a tener que dejarlo acá. Ahora andá que te den este medicamento y dáselo cada 8 horas. Lo veo en una semana”.

Sandra salió del consultorio, tímida, insegura pero mucho más tranquila porque en el 4° piso estaba Celia.

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