Aquellos que sueñan

Aquellos que sueñan

Andres Sanchez

06/07/2023

Y de pronto me encuentro con que la cabeza ha venido a posarse, descansando ligera, sobre mi hombro. La mujer está dormida, claro. Es una anciana jovial, o alguien todavía joven que se precipita hacia la decrepitud. Buscamos un adjetivo para el atuendo de la mujer y se nos ocurre la palabra extemporáneo. En la parada de Plaza Cataluña, los muchachos sarcásticos que conocían el argumento de este teatrillo se van y son reemplazados por el caballero de amplias patillas. La mirada escrutadora del caballero me convierte con injusticia en el centro de la parodia. ¿Cómo se defiende uno en estos casos? Uno deglute saliva, se mira los ásperos matojos de las cejas… A la altura de Rocafort nos quedamos solos en el vagón, con gran alivio. Entonces aparto delicadamente la cabeza de la mujer de mi hombro y la dejo descansar sobre el cristal de la ventanilla. En ese cristal hay grabadas iniciales y glifos arcanos a los que la luz de las estaciones confiere vida. De repente estoy cercado por una ristra de bigotes. Vendedores clandestinos que me ofrecen ramos de rosas. La luz de sus sonrisas me obliga a observar, de soslayo, la cabeza de la mujer que ha vuelto sobre mi hombro apaciblemente. Yo también elaboro una sonrisa de cómico, lenguaje universal del mimo. No sé si es ingenuidad o un cinismo soberbio, qué imprecisas fronteras las de los comportamientos humanos, pero uno de ellos comienza a tocar una melodía en un rancio violín que ha aparecido por arte de magia. Como no hay nada tan bello como lo absurdo, reconozco que me emociono al depositar esta bella rosa que he comprado en el regazo de la mujer. Pero luego exagero los barquinazos del vagón con el hombro, para intentar que despierte. Pronto llegará mi parada, nuestra parada. Los vendedores de rosas me saludan cordiales desde el arcén, mientras el telón de la noche los hace desaparecer.

Lleva la mujer que duerme sobre mi hombro entre las manos un libro infantil. Cuando lo abro por una página al azar, los ingeniosos pliegues de cartón configuran una casita en tres dimensiones, con el techo de tejas coloradas y una chimenea. La casa se levanta a junto a un río. En el jardín hay una caseta de perro y al estirar de una tira de papel un perrito asoma a través del portillo. En Hostafranc carraspeo con intensidad. No hay nadie en este vagón, no hay nadie en el convoy, que quizá sea el último de la noche. solo un borracho a lo lejos que se golpea el pecho con los puños. Los convoyes nocturnos viajan a la velocidad de la locura, aúllan. Le doy de nuevo unos suaves bofetones a la mujer durmiente, una moderada voz. Pero no despierta. Y en el final del trayecto, de nuestro trayecto, ocurre lo de siempre: no puedo contravenir mi espíritu altruista y dejar a la mujer a merced de los funcionarios impasibles. Así que tomo a la mujer en volandas. Los soñadores no pesan apenas. No es preciso el esfuerzo. Vacilante, me detengo unos segundos junto a la mampara del jefe de estación, pero el jefe de estación está inclinado sobre un crucigrama y no nos ve. Y, lo sabemos: es un crucigrama que le durará toda la vida. Abofeteo a la mujer cariñosamente ya en la calle, para cerciorarme. Por un desgarro en el tejido de las nubes, observo una porción de la luna que es como el ojo de un espía condescendiente. Nos gusta escuchar los pasos sobre el pavimento húmedo, hacer estallar pequeños universos de agua y ese delirio tenue de ser perseguido por copias y copias de uno mismo. Voy silbando una tonadilla. Silbamos porque eso nos vuelve invulnerables. Escogemos el itinerario menos transitado ya que a estas alturas estamos del todo implicados con nuestra causa. Cae alguna persiana con estrépito de guillotina. Resuenan pasos que son como aldabonazos improcedentes. No queremos intrusiones y una invasión de nuestro espacio activo nos dolería como un puñal al rojo. A la carrera por el chaflán de nuestra vivienda vamos, y es que aquí las circunstancias cobran una tirantez que daña los oídos. Y si tenemos la costumbre de bregar en la oscuridad, por qué íbamos a traicionarnos: no hay brea ni plumas ni un sol que nos sonría. El ascensor es un amigo afable y confidente. La misión ha sido concluida con éxito. Y, sin embargo, bajo el dintel de la entrada al comedor nos percatamos de un inconveniente. Los inconvenientes atañen al ámbito de lo físico, los problemas entran en la esfera de los pensamientos, decimos. Porque la mecedora y los sofás no están disponibles, aunque hemos de tantear con la mano medio libre sobre el puf, en estas horas de la noche en que la memoria nos corresponde menos que nunca, para cerciorar lo que ya sabemos. Porque no es ahora el reino de los recuerdos sino de los sueños, y tampoco es la hora de las conclusiones ni mucho menos de las reflexiones. Aunque sí es la hora de las promesas y de los falsos reproches. De una vez por todas debemos decidirnos a ampliar el mobiliario. Al menos tengo claro que queda una porción libre de mi cama. A estas alturas las ofrendas ya no duelen, sino que son dulces caricias que nos arrancamos a la noche, nosotros, sí, nosotros. Así que entro en mi dormitorio, nuestro dormitorio, con una cautela animal. Doy un rodeo y deposito a la mujer durmiente sobre ese costado del lecho que hasta hoy ha suspirado mi nombre con el frufrú de los lienzos, y apunto estoy de pasarle la mano por la frente para apartarle el mechón de pelo incoloro y para susurrarle con la voz del tacto, que es la más sincera, buenas noches, pero es en ese momento crucial cuando se me antoja más frágil y vulnerable todo, cuando veo con claridad que cualquier breve chasquido del aire podría despertarla, podría despertarnos.

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