PASEOS DOMINICALES

PASEOS DOMINICALES

Maori Vican

27/06/2023

Mi espíritu se deleita del goce de mis oídos por la melodía que estoy oyendo. Mi mente se transporta y la asocia a mi niñez. Del baúl de los recuerdos atesorados en mi memoria, asoma la niña de diez años que disfrutó cada momento vivido en los paseos dominicales de la familia. Al verla, me llegan los colores y aromas de la primavera y el calor del verano. Suspiro profundo y me dejo llevar al ayer.

En los domingos primaverales o estivales, se almorzaba temprano, preparábamos meriendas para cada uno y, con papá, mamá y mis hermanos, nos íbamos de paseo toda una tarde. Cada domingo era distinto del anterior. Solíamos caminar por la orilla del estero desde donde recolectábamos manzanillas o berros, sintiendo el frescor de los sauces y el aroma del verdor de sus ramas. En los días de calor, nos metíamos al agua y cazábamos pirgüines los cuales huían rápidamente para desaparecer de nuestra vista cuando los soltábamos. Nos divertía competir en lanzar pequeñas piedras sobre la superficie del agua y ganaba cuya piedra llegaba más lejos antes de hundirse. La penitencia era el premio del perdedor.

Las lomas de un cerro, en otro domingo, nos llamaban a subir por ella y rodar cuesta abajo para después sacarnos las espigas que se nos pegaban en el pelo y en la ropa. Los rasguños que aparecían sobre nuestra piel simbolizaban los gajes del paseo. O en su efecto, correr sobre la colina, sentir la adrenalina en el cuerpo ante el desafío de elevar el colorido volantín que llevábamos consigo. Después de algunos intentos, verlo elevarse hacia el celeste cielo, controlarlo desde tierra a través del carrete de hilo que sosteníamos con fuerza entre las manos y pasearlo al son del viento, era el jolgorio que nos invadía a todos. ¡Ah, ni hablar cuando se cortaba el hilo de uno de ellos y se iba por su cuenta al compás del viento o se enredaba con otro volantín! Si ello ocurría y era de mi hermano mayor el afectado, echaba chispas de rabia y pateaba todo a su paso. Me sonrío al recordar su rostro rojo de ira.

Otro domingo, nos recibía una cancha o sitio eriazo para jugar una “pichanga” entre nosotros y los amigos del barrio a quienes invitábamos. Papá hacía de árbitro y sus blancas canillas debieron resistir más de alguna patada cuando, sobre todo las niñas, intentábamos darle a la pelota. Las competencias eran equipos mixtos o niños contra niñas. Nosotras perdíamos siempre, pero entre nuestros dedos quedaban muestras de pelo y más de una pedacito de piel entre las uñas. ¡Que son cochinas para jugar, nos gritaban! Terminado el partido y antes de regresar a casa, merendábamos lo que habíamos llevado compartiendo con nuestros invitados.

En épocas de verano, si los recursos económicos lo permitían, viajábamos en tren y nos apeábamos en la estación que nos conducía hasta la playa. Apenas llegábamos, nos descalzábamos para sentir el calor de la arena bajo nuestros pies! Con las venias de papá y mamá, corríamos por la orilla chapoteando el agua que salía cuando pisábamos con fuerza para reflejar nuestras huellas hasta verlas rápidamente desaparecer en la arena mojada. Nuestras curiosas manos palparon conchitas, jaibas bebés, estrellas y pulgas de mar que encontrábamos a nuestro paso. Papá y mamá ni pestañeaban en su vigilancia. Si nos adentrábamos más hacia el mar, al instante reculábamos cuando escuchábamos la voz autoritaria de papá gritando a todo pulmón ¡Hasta ahí no más o nos vamos de inmediato! Caída la tarde, terminábamos la actividad caminando hacia la estación de trenes saboreando cada uno una paleta de helado.

En otras ocasiones, el tren nos dejaba en la estación cercana al puerto. Caminábamos por el malecón y subíamos a una de las lanchas de paseo por la bahía. Una vez instalados, mamá se preocupaba que los chalecos salvavidas que los lancheros entregaban a los pasajeros, quedaran bien ajustados en nuestros cuerpos. Se afligía mucho si nos acercábamos a la orilla para mirar las rizadas olas y como la lancha se desplazaba cortando el mar salpicando agua, mojándonos el rostro o las manos que las extendíamos por sobre el borde de la lancha. ¡No se acerquen tanto!, nos decía constantemente, en cambio papá, sin dejar de observar nuestros movimientos, nos mostraba y comentaba lo que observábamos. Nuestro mayor júbilo era ver lobos marinos posados en las rocas cerca de la costa o cuando un pelícano como un bólido se metía en el agua y elevaba vuelo llevando en su pico un pez que se retorcía tratando de zafarse. ¡Era todo un espectáculo para nuestros ojos de niños!

Cuando el ocaso estaba por dar paso a la noche, emprendíamos viajes a nuestro hogar. Durante el trayecto de regreso, mis dos hermanos más pequeños, iban durmiendo en brazos de mis padres, en tanto que los tres más grandes, entre ellos, yo, debíamos caminar añorando la cama. A pesar del cansancio, lo vivido en cada domingo era una inolvidable aventura.

La melodía ha finalizado. ¡Son tantos los recuerdos que abundan en mi baúl mental! En él seguirán guardados las vivencias primaverales y veraniegas de esa niña que hace mucho tiempo dejó de tener diez años. Apago el equipo de música y la realidad vuelve a mí.

Tema: «Las cuatro estaciones» de Antonio Vivaldi

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