Entra una ráfaga de aire caliente. El Cazador cierra la puerta y cuelga su hacha en la entrada. Política de empresa. Se sienta en la butaca de la derecha y ojea el menú. Detrás de la barra el tercer Cerdito, aquel al que no se le cayó la casa, voltea con mano experta las hamburguesas, cuatro a la vez, mientras canta las comandas por encima de la música de la jukebox de su local. En la otra punta de la barra, La Cenicienta, con contrato de prácticas, le está sacando brillo a las copas mientras tararea en voz baja, una sonrisa tímida en sus labios color carmín. Llega Rapunzel, cargada de bolsas de la Quinta Avenida. Se ha cortado el pelo justo por encima del hombro. Su chófer ha llevado su larga trenza a alguna tienda solidaria de los barrios más humildes. En una esquina, se ha colado Alicia. Está jugando una partida de cartas. En una mano tiene un póker de ases. Con la otra acaricia despistada la sonrisa del gato de Cheshire. En otra mesa la Bella Durmiente hace cara de cansada. Lleva muchas noches sin dormir, esto de la menopausia la trae frita. Se casó con el sexto enanito, descubrió hace tiempo que el tamaño, no importa.
Desde su mesa el Cazador observa a la Caperucita Roja. Esta se desliza entre las mesas anotando los pedidos con su sonrisa encantadora. Al fondo del local, casi en penumbra, el Lobo apenas se aguanta en pie. Al Cazador se le encoje el estómago al ver a la Caperucita acercarse a él, acariciando con ternura su cabeza peluda y áspera, retirándole con suavidad la copa medio llena de brandy. El Lobo ha perdido su ferocidad y algún que otro diente, pero ¡Maldita Sea!, preserva un cierto ‘je ne sais quoi’ que trae locas a las damas.
Piano honkytonk by Brolefilmer Pixabay
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