La música de Bora

La música de Bora

No había un espectáculo más placentero y, a la vez, más tortuoso que ver a la Jarocha bailar en el salón Bora. Todas las noches la multitud se reunía para satisfacer su curiosidad. Ella era una mujer muy agraciada físicamente y sus proporciones eran las de la Venus de Botticelli, de Carbonell o de Ingres. No había forma de comprobarlo. Lo cierto es que su cuerpo escultural ataviado con sus vestidos entallados de lentejuela impactaba. Los hombres sufrían un trance muy extraño. Experimentaban una sensación inusitada por causa de los movimientos eróticos de la danza, pero al ver el rostro de la diva todo era desesperación y angustia. Lucía, de pequeña, había padecido de viruela y la enfermedad la había castigado con crueldad, además con el tiempo sus dientes superiores crecieron como los de un conejo y su nariz se alargaba sin fin. Su mirada era rapaz, salvaje y misteriosa. Tenía cumplidos los 33 años y de haber sido hombre, habría personificado a Cristo, sin dudarlo, pero su condición de hembra lo cambiaba todo. En ella se materializaba el ideal estético, el erotismo y la pasión, el pecado, el sufrimiento y la fealdad.

Una vez en su presencia, una de las bailarinas más asiduas aludió a un refrán popular. “La suerte de la fea, la bonita la desea”. La miraron con tal furia que se esfumó de allí. A la Jarocha nunca nadie la había logrado conquistar y se presumía que, si alguien lo hacía, despertaría un huracán tan potente que desaparecería el mundo de la faz del universo. El grupo de salsa comenzaba a tocar a las ocho en punto y cuando la Jarocha escuchaba las primeras llamadas de los bongos y las trompetas, se ponía de pie estirando a lo máximo los brazos. En ese momento todos conteníamos la respiración, ya que estaba a punto de comenzar un fenómeno raro que nos transportaba a los sitios más impredecibles del goce y el placer. Con movimientos giratorios de la cadera y los hombros, Lucía agitaba poco a poco las partículas magnéticas del aire, las notas levantaban olas con el doble de fuerza gravitacional. Todos querían arrojarse a la pista y sentir de cerca esa fuente de pasión salvaje que se movía semi desnuda. En su entrega a la música, la Jarocha se desnudaba, llevaba siempre ropa interior del mismo color de su piel, así que el efecto visual era impactante. Su olor de flores, miel y leche, excitaba hasta al ser más frígido e impotente.

Yo estaba enamorado locamente de aquella mujer. Me llevaba más de quince años. En mis sueños me dejaba llevar por las fantasías. La veía a mi lado, recostada junto a mi hablando de cosas triviales. Su voz aguda era como el canto de una sirena y me hacía sentir como a un argonauta en una isla desierta de amazonas que disfrutaban apasionadamente de la compañía de los guerreros. Mi hermano mayor, que era ya estudiante de la universidad, me decía que dejara de soñar, que aquella mujer era de otro mundo y que solo la conquistaría un ser de otro planeta. En nuestro barrio la gente era común y muy corriente, pero La Jarocha y mi hermano, eran algo fuera de lo común. Con su cuerpo macizo, sus manos de hierro y sus facciones de Adonis, José, era según todos los vecinos, el único que podría controlar la fuerza de aquella mujer. Él decía que no le interesaba, pero no fallaba a un solo baile y cuando se paraba cerca de la barra, ocupando un lugar estratégico para ver en plenitud a la bailarina, sus ojos se transformaban; su cuerpo se tensaba y comenzaba a sudar como si se opusiera a ser arrastrado por la tormenta causada por los agitados meneos de aquel cuerpo espectacular. Luego, cogía un vaso lleno de ron, se lo bebía hasta el final y se iba.

Nunca le preguntábamos por qué se marchaba, sabíamos que estaba seguro de lo que deseaba en la vida. “Quiero hacer una carrera—les decía a todos—, casarme, tener hijos y llevar una vida tranquila sin dolores de cabeza”. A mi eso me parecía una excusa para no enfrentar lo que tal vez ya estaba decidido por el destino. José salía con la hija del carnicero, una chica guapa, menudita y cortés que hacía todo lo inimaginable para mantener a mi hermano con ella. Las jóvenes, las solteronas y las casadas de nuestro barrio veían a José con tal deseo que él prefería pasar todo el tiempo en la biblioteca o en su habitación.

Un día sucedió algo realmente extraño. Un rumor comenzó a colarse como niebla por todas las ranuras de las casas. La gente sintió curiosidad, al principio, pero se aterró cuando imaginó las consecuencias de lo que pasaría si José no se iba de la ciudad. Nadie quiso decirle nada, tampoco yo pude armarme de valor. Una noche, José, se fijó en que Venus brillaba con más fuerza. Le pareció oír una melodía que lo arrastraba. “Llegas muy pronto hoy, querido José—le dijo el administrador del club—. ¿Qué mosca te ha picado?”. Él no contestó y entró para sentarse en la mesa de la Jarocha. Con mucha cautela un camarero se acercó para ponerle algo de picar y una botella de champagne. Había algo en el aire que presagiaba un acontecimiento fuera de serie.

Llegó el momento de la música. Todos estaban expectantes porque la Jarocha se había retrasado y cuando entró iba engalanada con un vestido largo con dos cortes a los lados. Su peinado era otro, se había recogido el pelo y llevaba unos pendientes muy caros y un medallón. Estaba irreconocible. Se acercó a José y en voz alta dijo: “Así que has aceptado el reto, ¿no? En seguida se pusieron a bailar y lo hicieron de tal forma que la gente enmudeció, muchos apretaron los ojos. Una hora después, no quedó rastro alguno de ellos y jamás se les volvió a ver.

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