En compás ternario

En compás ternario

Subí las escaleras con mi maletón a rastras —un peso ligero comparado con todo lo que había dejado atrás— y la Marcha fúnebre de Chopin martillando el ritmo en mi cabeza: cuatro peldaños, un compás. Me esforcé por mantener el tempo hasta el penúltimo rellano obviando lo que dictaba el metrónomo de mis piernas, pero estas, castigadas por el viaje, acabaron por imponer su cadencia, una blanca por escalón. Coronada la cima, un cuarto sin ascensor —los áticos viejos tienen ese capricho y yo estaba pagando el mío, el elevado precio de emprender una nueva vida; el de aparcar los sueños hasta última hora y a la fuerza—, esperé antes de llamar al timbre para no presentarme resollando como un burro de carga. Apareció una joven —le calculé menos de treinta, una cría en comparación con mi edad provecta— con un desaliño medido, como de estar a punto de desnudarse o a medio vestir. «Buenas tardes. ¿Qué deseaba?». «Soy Lorenzo, el nuevo inquilino». «Bárbara. Encantada. Espere un momento, por favor». Mientras se perdía por un largo pasillo, aproveché para deleitarme con el mapa estelar en negativo de su espalda, con su figura menguante a contraluz, susurrando su nombre sobre la melodía principal de la Polonesa heroica.

Luego eché un vistazo al salón, al fondo del cual destacaba un piano antiguo, un colín de aspecto tan regio como el mobiliario que lo acompañaba. Sobre el sofá, como desmayado, reposaba un vaporoso vestido azul. Regresó al cabo la mujer, llavero en mano. «Es la vivienda contigua. Cuando murió mi padre, decidimos dividir el piso». Me mostró mi nueva morada, sin tabiques excepto para el cuarto de baño y una mampara corredera que separaba el único dormitorio. «No es muy grande, pero está bien aprovechado». Me guio hasta la terraza. El Umia entregándose al Atlántico me pareció un paisaje inspirador para escribir, para revivir. Nuestras miradas convergieron en el horizonte, rebotaron en la bruma descendente que echaba el telón sobre la tarde y regresaron unidas. «¿Le gusta?». Como respuesta le entregué un cheque por valor de la fianza. Antes de irse, abrió el frigorífico, generosamente surtido de alimentos, cervezas y botellas de vino blanco y tinto. «Cortesía de la casa. Si necesita algo, ya sabe dónde vivo». Un vistazo a mi perfil de Facebook le habría bastado para añadir bitter Cinzano y whisky.

En cuanto cerró la puerta, fui al baño y me desnudé. Espoleado por el chorro tibio de la ducha, recuperé el suficiente ánimo como para cantar mi pieza favorita de automusicoterapia

A través de la pared colindante me llegó poco después el sonido in crescendo del piano opacado por el agua. ¡Mi casera estaba acompañándome! Permanecí mudo unos instantes, cerré el grifo y completé el dúo de nuevo unos compases más tarde. Una sobrevenida ráfaga de tristeza, como si el Pisuerga hubiera viajado por las cañerías para recordarme nuestro plañidero pasado común, me impidió proseguir. Contrariado por mi interpretación fallida, me vestí con desgana para disipar mi melancolía por las calles mientras mi sombra parecía empeñada en frenarme. El aroma salobre del puerto me trajo un vívido recuerdo de instantes más dichosos que abrieron un poco mi apetito. Cené frugalmente en un mesón y regresé a casa repasando el vocabulario: patacas, grelos, longueirones, escupiñas… 

Una sonata se derramaba desde el ático como una fina cascada bajo la cual, empapado de aflicción, llegué a mi apartamento. Desmadejado, me derrumbé en el sofá a tiempo de escuchar los dos últimos acordes. El concierto nocturno continuó con una pieza que entendí como una invitación, tal vez un reto o un guiño cómplice. En otros tiempos la habría cantado sin mucho esfuerzo, pero el metal de mis agudos de barítono ya no brillaba, más bien era plomo, y mi fraseo se dictaba confuso, pesante y salpicado de notas falsas. Asumí el riesgo, me acerqué a la pared y allí, imaginando a mi vecina pianista vestida de vaporosa seda azul mar, con el pelo recogido en una coleta que dividía el espacio entre sus omóplatos tachonados de lunares, traté de exprimir mi garganta.  

 De nuevo la congoja me fue invadiendo de silencios y dejé de cantar. Ella también se detuvo. La percusión de sus pasos sobre la tarima acercándose a mi puerta quebró aquel calderón abrupto. Sonó el timbre. Abrí y ante mí apareció la figura de Bárbara con la misma ropa. Percibí en su mirada un deje de conmiseración. «¿Le apetece tomar una copa en casa?». Por no desairarla, me obligué a vadear mi pesadumbre y la seguí hasta el salón de su vivienda. Se acercó a una estantería, cogió un libro de partituras y lo puso sobre mi regazo. «Puede escoger, Lorenzo. Quizá prefiera algo más ligero». Desde el fondo del pasillo me llegó un taconeo creciente del que surgió una mujer madura, media melena entre rubia y canosa, porte y gesto distinguidos, con el vestido que horas antes reposaba sobre el sofá. «Le presento a Ángela, mi madre». «Es un placer, señora». Me sonrió como una actriz de cine antiguo, con sus inmensos ojos azules iluminando el espacio entre nosotros. Alargó su mano derecha con el dorso hacia arriba. Acerqué mis labios y apenas rocé su piel, que exhalaba un cautivador y exótico perfume a flores saladas, como de un jardín submarino. Inopinadamente tomó asiento frente al piano. «¿Qué le gustaría cantar?». Aquel giro de guion me hizo buscar con urgencia otro tema que se me antojó más adecuado que You make me feel so young, mi primera elección. Escuché los cuatro primeros compases con los ojos cerrados y los abrí para que mi voz saliera envuelta y hechizada por aquel vuelo de manos como mariposas; en aquella marea de tela y ojos azules que se convertiría en tempestad con el correr de la noche, el whisky y dos botellines de bitter que Bárbara, en mitad de la canción, había dejado sobre una mesita antes de remarcar su salida con un revelador y premonitorio portazo. O quizá fuera un trueno. 

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