Al despertar he sentido que

ayer

estaba muy lejos del resto de ayeres vividos.

Me he sentado en la cama pensando si era posible que

ayer

hubiera sucedido hace semanas, años, lustros, décadas o, acaso, que hubiese acontecido antes, incluso, de yo ser un ser.

Si era

un ayer

superlativo, nimio, corpóreo, vacuo, terrenal o, puede que, del viento;

un ayer

que no fue

—o que fue—

mientras yo no me percataba de que estaba siendo.

No recuerdo si

ayer

estaba optimista o pesimista, si fumé más de lo debido, si fue fugazmente feliz o largamente triste, si reí o mis labios sonreían hacia abajo, si dormí y soñé o vi películas que no recuerdo que he visto cuando las vuelvo a ver.

Sin embargo, recuerdo el latido del corazón de mi madre, la primera vez que entendí qué era ser amada, quien me hizo daño y quien me rompió, recuerdo la sonrisa brillante de mi hermano por las mañanas, los pies siempre fríos de mi amor, todos los animales que fueron mis amigos, cuando dejé de celebrar mis cumpleaños y cuando volví a hacerlo.

Recuerdo perfectamente el primer golpe que me dieron y, también, el último tornillo que incrustaron en mi espalda.

Pero

ayer

es una línea negra en un archivo clasificado,

un accidente que provoca amnesia,

nuestros primeros años de vida,

ayer

dejó de existir hoy,

y hoy

dejará de existir mañana.

Y yo,

yo,

no recordaré nada.

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