«Un busto del Cristo de la Agonía de Limpias lloró durante 15 horas» publicó un periódico a mediados de los ochenta.
Más de tres mil personas, crédulos y curiosos, acudieron al lugar, un piso en la localidad de Denia. Tal fue la avalancha de visitas que las advertencias del peligro que corría la vivienda, provocó que el busto fuera trasladado a un chalet cerca del Montgó, donde el acontecimiento tomó un giro inesperado, cuando el Cristo de la Agonía comenzó a llorar sangre.
La dueña del busto dijo recibir unas revelaciones que le pedían que le construyera una ermita, y así fue como algunos asiduos al lugar, decidieron donar, parte, o la totalidad de sus ahorros para tal fin. La capilla no se llegó a construir, pero sí una hermosa casa de campo donde al Cristo de Limpias se le reservó la mejor de las habitaciones, con unas preciosas vistas y habilitada para recibir a sus devotos. La situación volvió a sorprender al país entero cuando las lágrimas de sangre pasaron a ser de mercromina, un antiséptico rojizo que en aquellos años era muy utilizado.
Sin embargo el tiempo, que casi todo lo cura, fue cubriendo de olvido la historia de Angelina, la dueña de aquel busto y curandera gallega, a la que acudían jóvenes y no tan jóvenes con mal de amores o cualquier tipo de dolencia. Pero algunos de los que invirtieron sus ahorros, en la construcción de una iglesia para aquel Cristo desconsolado no olvidaron, y la llevaron algunos años después a juicio. No se encontraron pruebas para poder acusarla de estafa, y hoy en día todavía hay quien continúa esperando sus lágrimas.
Pasados unos años del sonado milagro, Antía, sobrina de la curandera decidió cambiar de mar y de aires y se asomó al Mediterráneo a ver si su tía podía curar el pozo de desconsuelo que le había dejado un antiguo amor, y se instaló en el chalet del Cristo que ya no lloraba, para ver si así dejaba de hacerlo ella. Pronto encontró trabajo en una pastelería, que le impregnó un agradable perfume a caramelo, vainilla y limón que la caracterizó , y que además le permitió integrarse en la vida diurna y nocturna del lugar. Una noche se topó de frente con Gero en los baños de uno de los pubs que él solía frecuentar.
Se miraron y entraron juntos, compartieron el último gramo y unos apasionados besos. Hicieron el amor allí mismo. Y la semana siguiente, en la playa, y la otra en su coche. Eso sí, solo quedaban en verse los martes, porque el resto de días de la semana Gerónimo los tenia ocupados en hacer el amor cada día con una mujer distinta, a excepción del fin de semana que quedaba abierto para lo que surgiera, o para descansar.
Uno de esos martes Antía le llevó a casa de su tía donde ella entonces vivía. Pasaron por la puerta de la estancia donde se encontraba el busto que ya no lloraba y de ahí accedieron por unas escaleras al sótano donde a ella le habían arreglado una habitación con su sala de estar y su baño. Antía le volvió a insinuar que quería algo más y él abiertamente le dijo que no esperara nada. Que no quería ninguna relación. Que acababa de salir de una. Que solo quería lo que había: sexo. Ah, y lo más importante: que no se enamora de él.
Demasiado tarde, pensó ella. Y rezó al Cristo que no lloraba. Y volvió a entregarse como lo hacía siempre. Y volvió a no perder la esperanza.
Gero disfrutó de aquel festín de placer dejándose llevar hasta la madrugada por la suavidad de su piel y sus manos de muñeca, sin dejar de sentir la inquietud y desasosiego que le producía profanar aquel lugar que para él era sagrado.
Se marchó con el sol, sin un alarde de ternura y al pasar por delante del busto, aquel amanacer de primavera, le pareció verlo llorar, quizás porque Él ya sabía que Antía esperaría en vano.
Volvieron a verse unas semanas después. Gerónimo la llamó para acabar lo poco que para él había entre ellos.
Ella lloró su tristeza y le golpeó con toda la fuerza de su rabia, pataleó después de pedirle que se quedara y de preguntarle una y mil veces porqué no la quería a ella. Por qué había elegido a otra
– Yo nunca te he engañado- le contestó sereno.
Esa noche fue Antía la que lloró delante del Cristo que ya no lloraba y le pidió al oído, que le curara el escozor de su herida con las lágrimas de mercromina que aquella noche, Él, por Antía volvió a derramar. Y con ellas dejó escrito que ella también encontraría su camino.
P.D En la convocatoria de Historias del trabajo podrás encontrar en el relato El camino hacia el camino qué movió a Gero a iniciar su «camino» y conocerlo un poco más.
Te invito a a que te pases por allí o a que regreses si ya lo hiciste.
Fotos:
Alfredo Sanz Moncho.
Montgó desde el castillo, y vistas desde la colina de San Nicolás.
Fotos:
Luis Aracil: Iglesia Santa María, en Cebreiro Señal Peregrino y Cristo de Basílica Santa María La Maior en Pontevedra.
Música:
Bonny Tyler: It’s a heartache.
Leiva. La llamada
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