A moment for tears

Recuerdo que en el cajón de hasta arriba, el que tenía la pintura agrietada, ella guardaba un enorme tarro de galletas de almendras espolvoreadas con azúcar glass. Recuerdo que le decía: “Ela, yo no podría ser una galleta nevada, ¿verdad? Y ella me respondía: “¡Cómo! Si no eres de almendra.” Y cuando me ponía de insistente, me apretaba los cachetes y me decía con la voz más paciente que pudiera tener: “Pues…” Hacía como que pensaba, cuando ya sabía su respuesta. “Serías una galleta de chocolate. Y yo amo el chocolate”.

Cuando se ponía a regar sus helechos y lirios, les cantaba una canción de jazz. Yo, desde la ventana, con mi juguetito, la veía como la persona más extraña del mundo. ¿Quién le cantaba a unas hojas verdes? Mamá sólo cantaba cuando estaba cocinando y papá la ayudaba. Yo incluso cantaba cuando hacía manualidades y las disfrutaba mucho. Me daba cuenta entonces de que ella le tenía un gran aprecio, no a sus plantas particularmente, sino a toda la esencia de la naturaleza. “Si yo fuera la parte de un árbol, sería sus hojas, pero las más altas…” Lo que ella no sabía, pero yo sí, es que ella no era una simple hoja, era las raíces del mismo árbol. Y me constaba que lo sabía y nunca entendí por qué se denominaba con tópicos tan sosos y frágiles. Era lo que sustentaba, el soporte, la fuerza, la resistencia, si bien no de todo, lo era de mí y sin dudar. Cuando llegaban sus brazos y con la cara mojada de lágrimas, o los zapatos llenos de lodo y dejaba huellas en su piso, cuando quebré su geisha de porcelana, lo único que hacía ella era sonreírme.

Ela, que me mostró su amor por Ella Fitzgerald, su emoción al oír Yo tengo un sueño… de Martin L. King, la recuerdo siempre. Desde su pelo rizado, sus ojos cuando reía y se hacían pequeñitos, sus manos pintaditas de distintos tonos oscuros, hasta su caminar, su forma de tomarme la mano y su incomparable pastel de manzana… entonces yo me permito recordarle siempre. Mi abuela, mi vida, mi música y mi sol. 

Gracias por leer.