Las contrariedades de la venta ambulante.
Cuando no es la lluvia es el calor o el frío, y aquel día fue el viento. Estuve dudando de ir a trabajar: conducir la furgoneta despacito por calles estrechas, aparcarla esquivando tenderetes, buscar sitio para desayunar que no estuviera demasiado lleno, sacar los hierros, montarlos sin darte un pellizco en los dedos, abrir las cajas con el género, vaciarlas, colocar el material, colgar la ropa en las perchas, poner las tablas…
Todo me daba una pereza increíble y el tiempo no acompañaba.
Hay días en los que vivir resulta insoportable.
Ayer el dentista me sacó una muela y pasé el día sangrando y bebiendo líquido. Bajando las escaleras casi me caigo de boca, pero mis rodillas frenaron el batacazo y las tengo magulladas. Sentía un frío exagerado y no tenía ánimo, pero me pudo la responsabilidad y la inevitable esperanza de todo vendedor, “pegar un pelotazo” a primera hora y marchar a casa sin trabajar y con la cartera llena.
Y ahí estaba yo con mi mal cuerpo “sola ante el peligro”, porque mi prima había ido al médico y ese día no vino a trabajar. Hacía un viento insoportable, y cuando había descargado el coche, algunas cajas con ropa y mi gorra salieron volando, y fueron a parar al tenderete de al lado; nada relevante si no fuera por el mal humor que siempre arrastra mi vecino. Dos o tres veces tuve que acercarme a recoger algún objeto. La debilidad de mi cuerpo aumentaba cada vez que tenía que excusarme ante aquel individuo, y en uno de esos encontronazos nos enzarzamos en una absurda discusión; bueno, hablaba él y su energía, yo y mi flojera nos limitábamos a defendernos.
Pero los infortunios se habían despertado con el aire, y el culmen de nuestra discusión lo interrumpió un ruido.
Todo mi tenderete en una ráfaga de viento, cayó al suelo. Me quedé paralizada viendo como se descolgaba la ropa y los hierros se desmoronaban unos encima de otros; me maldije por no atar las esquinas con cuerdas y me sentí ridícula.
Menos mal que la reacción de los demás compañeros fue rápida. Corrieron de todos los puestos de alrededor a ayudarme, -hasta el gilipollas de mi vecino se agachó-, y más pronto que tarde tenía listo el tinglado de nuevo.
Aquello me hizo respirar. Entonces mi mirada se cruzó con la de aquel desconocido durante unos segundos; percibí una sensibilidad, una empatía y una compasión que junto con la solidaridad de mis colegas, transformaron la acritud de mi día en sanadora amabilidad.
Es curioso cómo los seres humanos nos agriamos la vida gratuitamente; no nos damos cuenta que por el mismo precio podemos endulzar la nuestra y la de los demás.
Aquella mañana llenó mi día de música.
OPINIONES Y COMENTARIOS