Amelia, La Huyente

Amelia, La Huyente

Joanna Ochoa

29/03/2023

No dejábamos de correr, la casona destartalada se alejaba de nuestra vista mientras la bruma de un bosque solitario comenzaba a ahogarnos. Lágrimas salían, será por el viento o por el miedo, sólo lograba respirar dificultosamente. Mirando a Amaia a mi costado, impávida como siempre, el ceño levemente fruncido, me asombré. ¿Por qué estaba ella tan tranquila?

Luego de tanto tiempo sigo sin descifrarlo. Pero recuerdo el temblor de sus pestañas en un rostro mío y el movimiento rítmico de latidos, resonando en la conexión de nuestras manos. Aquella niña, igual a mi en todos los aspectos, mostraba la expresión distorsionada de los adultos, una que conocía muy bien, demasiado bien. “Si nos soltamos el cabello no podrán diferenciarnos” Aquella inocente propuesta no obtuvo respuesta, solo una acción inmediata. De esas que amaba. Como adoraba la obediencia, el control completo, incluso robótico, de su hermana pequeña. Siempre reinó desde la total condescendencia externa del halago ante su existencia.

Nunca entendí por qué nos fuimos.

En la primera noche no logré dormir. Solo observé el hedor de la incertidumbre y el bosque circundante, oprimiendo mis pensamientos de ignorar a mi similitud y salir corriendo. ¿A dónde iría? Elaboré un plan en mi cobardía, sin encontrar soluciones factibles. Amaia fingió dormir, sabía mis sentimientos. Con poderes inhóspitos leyó mi mente. “No me dejarás sola, ¿cierto?” Cierto. Ella me trajo acá y ella puede sobre mí. No puedo abandonarla.

En el bosque el día y la noche eran iguales. ¿Nuestro destino? La ciudad al cruzarlo. Temí perdernos varias veces, más Amaia no asustaba, no cambiaba. Los insectos eran fáciles de evitar y los animales corrían al vernos. Los frutos que robamos nos sirvieron unos días y el ropaje nos mantuvo calientes. Pero Amaia, sin cambiar en lo absoluto, se parecía cada vez más a un adulto. Por su voz o su caminar, se alejaba del inicio en la casa asquerosa.

“Amaia”, dijo ella. “Amelia”, dije yo. “Amaia”. “Amelia”. “Amelia”. “Amaia…” Pasamos el tiempo así, diciendo nuestros nombres hasta confundirnos, Amaia sonreía sólo en esos momentos. “¿Viste?, ya no sé quien es quien.” La vi regodearse y asentí. A pesar de saber quién era yo y quién era ella. Aunque quisiera olvidarlo y ser Amaia y no Amelia. Aunque su mirada fuera dura y rechazara la mía. Aunque hubiera soltado mi mano. Como la quería.

Fue una noche, siempre era la noche, donde un murmullo nos despertó a las dos. Bajo el hechizo de una bruja caminamos sin rumbo. Uniformes, más iguales que nunca lo hemos sido. Sin agarrarnos de la mano, las pisadas revelaron nuestra presencia. No supe si era Amaia o Amelia, Amelia o Amaia, Amaia y Amelia. Fueron horas, fueron círculos, cuadrados, rombos. Ya no sentía los talones y no podía voltear la cabeza.

El murmullo incrementó, impidiéndome escuchar mis pasos y los de ella, perdí la certeza de su compañía. En la negrura que sólo divisé por días— mis dedos lloraron de alivio al detenerme —dibujó su silueta aquel ente: femenino en voz, indistinguible en vista, que emanaba luz sin abandonar su oscuridad. Un ángel, pensé. Y supe que ella pensó lo mismo. Amaia estaba embelesada. Lo sabía con claridad.

Solo necesitaba a una, dijo el ángel, extendiendo su mano, borrosa y larga, cubierta de tul oscuro, pero hermosa sin comparación, dejándonos libres. Alcancé a voltear hacia Amaia; ella si era Amaia, el semblante hosco y los ojos inyectados eran los mismos que cuando me arrastró al bosque. Amaia me miró pero no sentí miedo. No sentí miedo ni cuando jaló mis cabellos y apretó mi garganta hasta dejarme inconsciente. Nunca sentí miedo.

El miedo era al ángel, pues la figura que la eligió jalaba cadenas de quienes la eligieron a ella, cuerpos deformados y fantasmales, infantiles, rendidos en pedir ayuda bajaron la cabeza al verme, contentos por mi libertad del destino infame. La criatura superó los dos metros, Amaia diminuta junto a esta, sus ropajes se asemejan a la de los demás, no sabía cómo Amaia no pudo verlos.

Tendida en el suelo abrí mis ojos, podía ver todavía la mano sujeta de Amaia. Dolía a la vista, roja por el esfuerzo. Ella también la miró. Será por culpa o disculpa, pero Amaia volvió su cabeza hacia donde me encontraba, a la causante del carmesí brillante. Sorpresa ante mi aún existencia, yo sólo sonreí. Y no sé qué expresión habré hecho porque Amaia trató de huir, dándose cuenta que no podía soltarse de la criatura. Nadie escuchó sus gritos, silenciada desde las cuerdas vocales. Amaia me observó con horror y, por primera vez, comprendió mis palabras.

“Ojalá le gustes.”

Óleo by Eliza Matica

Música:

Toshifumi Hinata – Menuet

Jenkins – Concerto Grosso for Strings «Palladio»: I. Allegretto

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