—Adelante, señor. Bienvenido. El camarero lo llevará a su mesa —dijo el recepcionista del restorán, mientras un empleado de guantes blancos me ayudaba a desembarazarme del abrigo que me había visto obligado a vestir por culpa de aquel frío que calaba los huesos.
—Muchas gracias, pero no es necesario. Conozco el lugar —respondí un poco altanero. Es que no me gustan demasiado las pompas ni los lujos exagerados. Más bien, estoy acostumbrado a moverme por las mías en solitario.
El escuálido hombre —al que un traje negro de impecable confección pero más grande que su talle, hacían todavía más triste— asintió con un gesto resignado.
Hacía no mucho, había descubierto este restorán. Se llamaba “Nemo”, en honor a las “Veinte mil leguas de viaje submarino”. Mi pasado como cocinero de barco, me empujaba a conocer todos los lugares donde se sirvieran los frutos del mar.
Tomé la cartilla del menú, y me dispuse a seleccionar mi ración del día. Un título captó mi atención: “Mar y tierra, un ensamble de sabores provenientes de ambos reinos”. Era justo lo que buscaba. Como casi todo en la vida, el desafío de mezclar diferentes realidades suele tener cierto gusto a novedad. Llamé al mozo levantando mi brazo y ordené.
El salón estaba dispuesto de manera que las conversaciones de las mesas más animadas, no invadieran los silencios de las más serenas. Un detalle que mi gusto por la tranquilidad, agradeció infinitamente.
Luego de algunos minutos de espera, un hermoso plato atracó en la bahía que formaban mis brazos sobre el mantel, faltos de etiqueta y buenos modales. Quedé maravillado. Una hermosa y dorada merluza, parecía navegar sobre una brillante patata, mientras unas relucientes hojas de algas, simulaban las velas al viento de un bergantín.
Cerré los ojos para permitir que el aroma exquisito que emanaba de esa patena, inundara sin prejuicios mi alma. ¡Y vaya sorpresa que me llevé al abrirlos! Enfrente mío se encontraba mirándome sonriente, Pierre Aronnax.
—¿Y qué esperamos para meter diente a esto, mi querido amigo? —me dijo.
—Pues… ¡manos a la obra! —contesté sin creerlo todavía.
Mientras narraba entusiasmado las aventuras de su obligada odisea —había sido tomado prisionero por el capitán Nemo, para luego convertirse en casi su amigo—, mojaba un trozo de pan en aquellos jugos misteriosos —con algún resto de océano, quizás— y, tras pasar delicadamente la punta de la blanca servilleta por su boca, dejando en ella la evidencia de la velada, cataba con aparente conocimiento, el vino blanco que se nos ofrecía juvenil y fresco.
Fue él quien, mirándome a los ojos con picardía luego de los primeros bocados, y con detallado entusiasmo, me llevó a conocer los misterios de aquello que teníamos delante.
Nos lanzamos entonces a nadar con la joven merluza, por los fondos marinos cubiertos por tupidos prados de algas, jugando a las escondidas en medio de un verdor reverberante y descubriendo, de manera increíble y casi mágica, una sonrisa en la angosta cara de ojos extraviados de aquel pez. Y surcamos el océano para navegar con la patata, que tan brillante se nos ofrecía, montada en una cesta de mimbre que un americano había soltado del otro lado del mundo, como un Moisés vegetal, con la esperanza de que algún cocinero audaz, le ofreciera cobijo en su cocina.
Al final de la botella y por ende de nuestro paseo, descubrimos al sol que, tan mareado como nosotros, buscaba refrescarse en el mar caminando lentamente hacia la línea del infinito.
—Señor, ¿le apetece algo más? —. La voz del mozo rompió el encanto. El tiempo se había esfumado en los sopores del manjar y sobre mí, se fijaban con mayor o menor virulencia, las miradas de los empleados del restorán que deseaban terminar su jornada y retornar a sus casas.
Pagué la cuenta y dejé una buena propina por las molestias que me pareció causar. Contento y satisfecho, subí por la empinada cuesta de la calle empedrada que llevaba al puerto. Allí me esperaba el Nautilius, para llevarme a otros mundos.
Mi guitarra descansaba desganada y agradecida sobre la litera del camarote. La tomé y se quejó crujiendo un poco. No le hice caso, sabía que le gustaban mis abrazos. Y evocando la noche vivida, escribí estos versos para prolongar la ensoñación.
Esto fue lo que canté. ¡Salud!
Tema: Arropada con algas
Música, letra, ejecución y grabación: Mario Ferreira
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