Aquella mañana, don Alejandro se levantó siendo un año más viejo.

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—Y ya saben, esta mesa es muy especial, tiene que quedar todo perfecto, como siempre.

El ejército de camareros asiente al jefe de sala y se pone en movimiento. Un mantel blanco da la salida y, uno tras otro, desfilan alrededor de la mesa trazando el mapa del banquete. Plato, plato, plato, plato, plato, plato. Copa, copa, copa… Cucharilla, cucharilla…

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Sin embargo, y a pesar de tan peculiar circunstancia, don Alejandro se calza las zapatillas como manda su rutina y, abrochándose el batín, camina hacia la cocina. Mientras la leche gira en el microondas, descorre levemente las cortinas para comprobar que su sospecha se confirma: el cielo está tan gris como había imaginado a través de los visillos. Con  cara de disgusto y un tanto contrariado, don Alejandro enciende la radio para tomarse su café con magdalenas en compañía de aquella nueva familia que rellena los huecos del silencio.

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Los camareros se hacen a un lado y abren paso al jefe de sala, que llega con un recogemigas en la mano. Lo abre y, con un gesto solemne, vierte con gracia su contenido a lo largo de la mesa.

—Pueden continuar.

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Cuando don Alejandro se mete en la ducha, cree escuchar el sonido de su móvil y, por un segundo, está tentado de salir para cogerlo. No lo hace. Al final, la urgencia es una aliada de la juventud y, conforme pasa el tiempo, se relaja junto al resto del cuerpo, se va arrugando hasta que desaparece. “Las únicas urgencias que un viejo como yo conoce son las de los hospitales”, suele decir.

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El sumiller descorcha un Ribera, lo cata y, con un gesto de aprobación, lo sirve. Cada camarero coge una copa y da un sorbo, dejándolas de nuevo en la mesa. Luego, hacen lo propio con el agua.

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Ya seco, y envuelto por un albornoz que alguna vez fue esponjoso, don Alejandro camina hacia el salón para ver que, efectivamente, tiene una llamada.

—Restaurante —dice enérgico activando la marcación por voz y sentándose a esperar. —Buenos días, me han llamado hace unos minutos, imagino que para confirmar mi reserva de hoy. Soy Alejandro Pedrero.

Mientras alguien al otro lado le habla, don Alejandro fija su mirada en una foto familiar que descansa junto a la Enciclopedia, un monumento funerario a una época en la que el saber sí ocupaba lugar, ¡vaya si lo ocupaba!

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—Perfecto, les felicito, está quedando mejor que la última vez —dice el jefe de sala mientras desdobla y arruga una servilleta.

Su  equipo hace lo propio, con estilos diferentes, con el resto de servilletas.

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Don Alejandro se  levanta con el brazo muy estirado, como si por el esfuerzo la recompensa pudiera llegar antes, acercándose a la estantería para coger la fotografía.

—María, siempre alegre, ¡qué mujer! Juan, mi hijo querido, y Adela. Qué contentos nos pusimos tu madre y yo cuando la trajiste a casa por vez primera. Y los niños… qué trastos, sobre todo Angelito, que desde luego el nombre no le definía para nada. Y Andrea, siempre desarrugándome las mejillas como hacía con los papeles de los caramelos —y así recuerda a cada uno de los sentados a aquella mesa por la que habían pasado tantos cumpleaños. Tras besar la foto, don Alejandro se dirige con una leve sonrisa hacia su habitación.

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—¡La tarta, por favor! —pide el jefe de sala y, sin hacerse esperar, sale el chef pastelero portando entre sus manos una torre de trufa coronada de velas. Todos aplauden emocionados.

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Don Alejandro, sentado en la cama frente al armario abierto en canal, echa un vistazo a todos sus trajes. “Sin duda, el marrón”. Desvestida la percha, elige los zapatos, la camisa y una corbata.

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El ejército de camareros sopla las velas. Con cuidado, el chef pastelero las retira, dejándolas sobre la mesa, y procede a repartir con mimo pedazos en cada plato. A una seña del jefe de sala, cada camarero se sienta a la mesa y degusta el trozo que le ha tocado. Unos deben acabarla entera, dejando impoluto su plato; otros solo tienen que  comer un pedazo, y otros, devorarla dejando restos de trufa en las servilletas arrugadas. El resto del pastel, deshecho como el moño de una joven en Nochevieja, preside el banquete en el centro de la mesa.

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Don Alejandro, que aun conserva el porte de cuando era almirante, camina por la calle con paso animado y un iPad bajo el brazo.

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—Ya está a punto de llegar, por favor, proceda —dice el jefe de sala al sumiller, que descorcha una botella de Juve y Camps y sirve parte en las copas dispuestas para ello. Mientras un camarero se encargar de servir zumo de manzana en otras dos.

—¡Brindemos! Y ya saben, no apuren las copas. Y no olviden poner las chaquetas que les he dado en el respaldo de las sillas asignadas para cada una, es muy importante.

                                                    ***

Don Alejandro empuja la puerta del restaurante. Nada más verlo entrar, el jefe de sala ceremonioso lo recibe.

—¡Feliz cumpleaños, don Alejandro! ¡Qué gusto volver a tenerlo con nosotros! —lo saluda tendiéndole las manos para cogerle el abrigo.

—Muchas gracias, don Marcelo, también es para mí un placer. ¿Cómo va todo? ¿Su familia? —dice dejando sobre la mesa de reservas su Ipad.

—Todos bien gracias a Dios, muchas gracias por acordarse. ¡Sígame, por favor!

Don Alejandro recoge su iPad, camina tras el jefe de sala y se emociona al ver la mesa y las chaquetas en los respaldos de las sillas. Se acerca a una y coge un chaquetón de mujer, lo huele y, con unas lágrimas tímidas vuelve a colocarlo donde estaba.

—Está todo perfecto, don Marcelo.

—Muchas gracias, don Alejandro, favor que usted nos hace —responde separando su asiento e invitándole a sentarse.

Don Alejandro se sienta y hace un gesto al sumiller para que le sirva. Mientras, enciende el iPad y lo apoya en una botella de vino ya vacía. El sumiller y el jefe de sala se retiran discretamente, dejándolo solo.

A don Alejandro siempre le tiembla la mano cuando da al botón de reproducir porque, allí, en esa pequeña pantalla, aparecen todos.

—¡Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz! —se escucha una canción que en otros tiempos era cierta.

—¡Abuelo, abueloooo, podemos comer ya la tarta! —grita Angelito impaciente.

—¡Pórtate bien! Ya sabes que no se habla tan alto —le regaña suavemente su madre.

—Amor, por muchas años más juntos —levanta su copa María. Y don Alejandro, alza también la suya frente a la pantalla y susurra: “Aun te sigo amando, María. Os quiero tanto a todos…”

—¡Abuelo, espera que voy a soplar las velas contigo! —dice riendo Andrea y se acerca a él para pedir un deseo y reaparecer después de nuevo en la pantalla del iPad corriendo hacia su sitio.

—Papá, porque durante muchos años podamos celebrar así tu cumpleaños —dice Juan.

Y, con las velas ya apagadas, sigue en diferido ese banquete que una vez pintó una sonrisa de trufa en los más pequeños.

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—Cada cumpleaños de don Alejandro no puedo evitar pensar qué haría yo si perdiera a toda mi familia en un accidente —comenta el jefe de sala al sumiller.  

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