El móvil sonó con insistencia durante un buen rato. Habría contestado de buena gana si hubiese podido, pero la voz sonaría extraña bajo cuatro metros de agua y probablemente el interlocutor no entendiese ni una palabra. Hay que ser muy inconsciente para tomar una curva a ochenta kilómetros por hora mientras tratas de contestar un whatsapp, pero era un poco tarde para enmendar eso. Bueno, eso y todo lo demás.
Javier dudó un instante antes de despegar la fina película de plástico transparente que protegía la pantalla digital de su nuevo teléfono móvil. Luego se pasó un rato introduciendo en la agenda los números de teléfono de sus amigos y familiares, para terminar mandando un mensaje de texto a todos sus contactos, comunicándoles su nuevo número.
A los pocos días, recibió un mensaje de una aseguradora en los siguientes términos: ‘le recordamos que la póliza que tiene contratada con nuestra compañía está próxima a su vencimiento y que, salvo indicación en contra por su parte, procederemos a su renovación’. Le daba una pereza terrible ponerse a rebuscar entre sus papeles, así que dejó que la póliza se renovara sola. A la semana siguiente, mientras se cepillaba los dientes, un whatsapp de una clínica dental le recordaba que hacía un año que no acudía a revisión, pero como no habían vuelto a molestarle las encías, decidió esperar hasta el próximo aviso. Esa misma noche le entró un mensaje de voz en el que una mujer le recordaba que no habían vuelto a hablar desde ‘la última vez’ y que esperaba que pudieran verse pronto. Aquello sí que le extrañó un poco más, y después de varios días intentando recordar si tenía pendiente algún compromiso que hubiera desatendido, pensó que seguramente sería alguien a quien había conocido en uno de esos locales a los que acudía de vez en cuando, en torno al cual la música atronadora y los efectos del alcohol parecían haber desplegado una espesa niebla.
También por aquella época, alguien le dio de alta en un grupo de Whatsapp, que se llamaba algo así como ‘¡Pero mira que es pesada Paloma!’, cuyos miembros no le eran familiares; pero allí estaban, intercambiando comentarios jocosos sobre la pobre Paloma que, naturalmente, no formaba parte del grupo y, con toda probabilidad, no tenía ni idea de que el grupo existía, ni tampoco de que ella era su común denominador.
Fue precisamente al volver de una de aquellas neblinosas salidas nocturnas y con sus secuelas percutiéndole todavía en la cabeza que, al consultar el Whatsapp, se encontró, otra vez, con la voz femenina de alguien que hacía unas semanas confiaba en que volverían a verse pronto. En esta ocasión el tono era algo menos confidencial y denotaba un cierto reproche, como reprobando su actitud distante o echándole en cara, sutilmente, su falta de delicadeza al no haber respondido a su último mensaje.
Al cabo de unos días, recibió un sms en el que una empresa de alquiler de automóviles le anunciaba que, ‘habiendo transcurrido el plazo de devolución y en caso de no contactar en el plazo de tres días, se iniciarían las oportunas acciones judiciales para lograr la restitución del vehículo, sin perjuicio de proceder al cargo de las tarifas por servicios extraordinarios o penalizaciones y de las demás responsabilidades en que hubiera podido incurrir’. Aquello le pareció realmente extraño porque no había alquilado un coche en su vida y, además, ni siquiera tenía carné de conducir. Así que lo atribuyó a otra confusión, sin dejar de preguntarse cómo podría la empresa de alquiler localizar el vehículo sí, por ejemplo, su cliente se hubiese dado a la fuga después de atracar un banco y viajado miles de kilómetros para sustraerse a la acción de la justicia.
En otra ocasión, estando en el cine y a mitad de película, el móvil empezó a vibrar en el bolsillo de su pantalón. Se apresuró a contestar sin mirar la pantalla, sofocando la voz para no incomodar a sus vecinos de butaca. La banda sonora ahogó su respuesta y también le impidió oír claramente a su interlocutor, pero algo más tarde, revisando el registro de llamadas, pudo reconocer el número. Era nuevamente la mujer que le había enviado aquellos mensajes enigmáticos, sin darle ninguna pista sobre su identidad y esperando que fuera capaz contactar con ella por propia iniciativa. Estuvo tentado de devolverle la llamada y descifrar el misterio de una vez, pero se resistió a hacerlo; primero porque pensaba que, probablemente, se trataba de una confusión, y, después, porque le apetecía prolongar algo más el misterio, especulando con la posibilidad de que su comunicante anónima pudiera estar realmente interesada en conocerlo y en darse a conocer, más allá de un fugaz encuentro, que no era capaz de recordar, en el transcurso del cual podrían haber intercambiado sus números de teléfono y tal vez alguna confidencia.
Ya había oscurecido cuando el teléfono sonó de forma intempestiva. Sobresaltado, se precipitó sobre el móvil y, antes de contestar, una voz de mujer le espetó de improviso en tono amenazante:
– ¡Cómo no me pagues la pensión, ya puedes olvidarte de ver a tu hija!
– ¿Quién es? ¿Oiga?
– ¡Ya me has oído! ¡Hijo de puta!
La llamada se interrumpió al instante, sin darle tiempo a reaccionar y sin más explicaciones. Por un momento consideró la posibilidad de aclararle a aquella mujer que estaba dirigiendo su reclamación contra la persona equivocada; pero, por otra parte, la forma en que había expuesto su pretensión no le animaba a mostrarse cortés. Además, nadie le garantizaba que no le hiciese nuevamente blanco de su ira. Así que optó por memorizar el número en su agenda de contactos como ‘mujer furibunda’ para andar precavido si volvía a recibir una llamada de aquel número.
Y fue repasando su lista de contactos como se dio cuenta de que, en los últimos meses, había ido llenando la agenda con números a los que asociaba identidades dudosas. Así, junto a la ‘mujer furibunda’ estaba la ‘extraña desconocida’, la ‘póliza renovable’, ‘revísate las encías’, el ‘coche que no alquilé’, ‘no trago a Paloma 1’, ‘no trago a Paloma 2’, y un largo etcétera. Contactos que dejaban constancia de una sucesión de llamadas, mensajes de voz, whatsapps y sms, en los que sujetos indeterminados habían intentado contactar con él para darle cuenta de asuntos de la más variada índole que, ahora que lo analizaba con una cierta perspectiva, no tenían nada que ver con él. Con todo, lo más sorprendente era que habían ocupado buena parte de su tiempo e incluso creado, ocasionalmente y de manera absurda, ciertas expectativas.
También esa noche, su ‘extraña desconocida’ le dejó un último mensaje, en el que le deseaba suerte y expresaba su confianza en que algún día volvieran a encontrarse, aunque del tono empleado parecía desprenderse, más bien, todo lo contrario.
Al día siguiente, Javier hizo lo mismo que yo había hecho el día en que se me ocurrió contestar un whatsapp al volante de un coche de alquiler en una carretera secundaria que transitaba junto a un río: acudió a su tienda de telefonía y pidió que le cambiaran el número de teléfono; y, nuevamente, lo comunicó a sus amigos y conocidos; eliminando resignadamente, por último, de la lista de contactos a todos aquellos de cuya identidad no estaba muy seguro. Y con eso mis antiguos amigos y conocidos dejaron, poco a poco, de intentar contactar conmigo, porque mi número ha dejado de estar operativo.
Ahora, mi teléfono reposa en el fondo de un río, donde todavía vibra alguna vez, aunque cada vez menos, cuando me llaman los afortunados que se hicieron con mi nuevo número, cosa que no sucede muy a menudo. Lo cual me hace pensar que se acuerda más de mí la gente a la que yo he tratado de olvidar que aquella de la que me acordé el último día de mi vida. Y es así como he descubierto que, aunque realmente puede haber vida después de la muerte, la eternidad dura tan solo un instante, que es el tiempo que tardas en quedarte sin batería y que suele ser el tiempo que la gente tarda en dejar de llamarte.
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