Es mucho peor que lo que había imaginado. Tengo la mirada perdida en una baldosa blanca del suelo. ¿Qué se supone que debería estar pensando? No puedo pensar. Me pongo a llorar sin querer, aunque cuando me doy cuenta me froto los ojos con la manga del jersey para que mis padres no lo vean. Me duele respirar y dudo mucho que tenga algo que ver con esta maldita enfermedad. Me duele como si cada fibra de mi cuerpo supiera lo que va a pasar. Mis células se encogen, empaquetan sus pertenencias, agarran a sus familias y me abandonan poco a poco, arañándome a su paso.

En el sillón azul al lado de la camilla en la que estoy tendido sufren mis padres. Él tiene los ojos rojos y un brazo entorno a ella, pero no parece que la que necesita ayuda de los dos sea precisamente mi madre. Él tiene la mirada perdida en los hierros de la camilla. De vez en cuando se tensa y abre mucho los ojos. Luego me mira, como para comprobar que sigo aquí. Las primera veces que lo hacía yo respondía con una sonrisa, con lo que conseguía que se pusiera a llorar. He aprendido a base de fallos. Cuando me mira, ya no sonrío, sino que me quedo quieto y le sostengo la mirada. Él asiente una vez y se vuelve a perder en un universo quizá más terrorífico que el mío. Mi madre no hace nada. Está quieta y acepta el medio abrazo de mi padre como quien acepta el aire. Al contrario que él, ella me observa todo el tiempo, y sus ojos son como una caricia. De vez en cuando, casi en sincronización con el momento en que mi padre se tensa, deja caer los ojos al suelo y su cuerpo se hunde un poco en el sillón, como si se hubiera desinflado. Como si una mano invisible la aplastara.

Yo sigo intentando respirar. Sería un desastre si la operación saliera bien y yo me muriera ahogado. Si la operación saliera bien… No me permito pensar mucho en esa posibilidad. De hecho, creo que los tres ya hemos asumido que eso no va a ocurrir. Es estadística. Matemáticas. Ciencia.

Hace una semana les dije que se llevaran mi móvil. Los mensajes de apoyo de mis amigos me hacían más mal que bien, a pesar de su buena intención. Las notificaciones que se iban acumulando en la parte de arriba y que no iba a poder responder nunca eran como patadas en el hígado.

El enfermero entra en la habitación. Se me hincha la garganta y me duelen los ojos de contener el llanto. Nadie habla. El enfermero arrastra la camilla por un pasillo blanco y silencioso mientras me pregunto si serán estos los últimos minutos de mi vida. ¿Es en este hospital donde voy a dejar el mundo? Me tiemblan las manos.

Es entonces cuando me entra el pánico. Suelto un gemido antes de poder detenerlo. Como era de esperar, mi padre se altera. Se tensa, abre los ojos y me mira. Mi madre se queda extrañamente quieta. Yo me muerdo la lengua de impotencia hasta que la noto el calor de la sangre.

El enfermero no permite a mis padres entrar en el quirófano. Cuando intento coger aire vuelvo a sentir ese dolor en los pulmones. No me hacen caso, ni se hinchan, sino que se encogen. Mi madre roza una mano con los dedos. Veo el dolor bailando en silencio en sus ojos y en cómo tuerce la boca. Niego con la cabeza y sé que ella sabe qué quiero decir con eso. Que no llore, que no lo haga. Yo he estado aguantando semanas, esto es lo mínimo que le pido.  Le tiembla el labio pero consigue aguantar. Mi padre me coge el rostro en las manos y pega su frente a la mía. Aprieto los dientes.

El enfermero me empuja a través de una puerta. Mientras borramos la distancia que nos separa de la sala de cirugía deseo que diga algo, cualquier cosa. Necesito saber que no estoy solo. Pero no lo hace.

Llegamos al quirófano, una sala grande de paredes transparentes a través de las que se vislumbra una mesa de control que envuelve toda la sala. Ahí no hay nadie, pero dentro de la sala sí que hay gente, por lo menos cinco personas con batas verdes. Me colocan en una camilla nueva, más rígida e incómoda. El enfermero se marcha y me quedo con las últimas cinco personas que veré jamás.

–En tu informe pone que quieres anestesia semi-corporal –dice uno de los cirujanos. Frunce un poco el ceño-. ¿Estás seguro?

Asiento con la cabeza y el hombre me devuelve el gesto. Mis padres querían anestesia total pero, ¿cómo negarse a lo que les pedía su moribundo hijo? Me queda una hora en este mundo. No pienso pasarla durmiendo.

Los médicos pululan a mi alrededor. Cierro los ojos mientras terminan de prepararlo todo. Cuando alguien me ata las manos a la camilla se me acelera el corazón, pero no abro los ojos. Si lo hacen, por algo será. He confiado en estas personas para salvarme.

Me retiran la parte superior de la bata y me dejan desnudo hasta la cintura. 17:58. Empecemos, dice alguien. Una aguja me traspasa un costado y en menos de diez segundos se me ha paralizado medio cuerpo, desde el pecho hasta la punta de los dedos de los pies. Lo único que todavía controlo son mi cabeza y mis brazos.

Me armo de valor y abro los ojos. Me río en silencio y con amargura ante la idea de que me voy a ver por dentro y tal vez no me guste. Todos los médicos han desaparecido de mi lado. Estoy solo, aunque puedo verlos tras las paredes traslúcidas, sentados frente a la mesa de control con expresiones de concentración. Deben de verme a través de alguna pantalla en la mesa.

Una máquina empieza a moverse a mi derecha. Habría pegado un respingo del susto si no fuera por las obvias circunstancias. Se acerca siseando en el idioma incomprensible de los aparatos electrónicos. Me pregunto vagamente cuál de los médicos la estará dirigiendo. La máquina, que tiene forma de avestruz, se pega por la tripa a mi costado e inclina el pico sobre mi abdomen. Aunque sé que es por la anestesia, me sorprende no sentir nada cuando proyecta un láser en mi tripa y, deslizándose con un molesto ruido, abre mi piel. Otra máquina idéntica se pega en el lado contrario de mi cuerpo. Esto no ha sido buena idea. No lo quiero ver.

El nuevo avestruz despliega una docena de utensilios médicos sobre mí. Soy incapaz de cerrar los ojos. Voy a morirme, pero al menos va a ser entretenido. Me separan la piel, me separan la carne. Creo que voy a vomitar. Distingo a la perfección cada uno de los órganos, aunque hay partes que no sé lo que son. Entonces lo veo. El problema, el error, el tumor. Se aferra al páncreas como una medusa blanca y lo infecta. Tengo ganas de agarrar una de las pinzas que sobrevuelan mi cabeza y extirparlo yo mismo. El páncreas entero. Quiero sacarlo de mi cuerpo. Mis manos tropiezan con las ataduras cuando las muevo inconscientemente.

El pico se acerca al páncreas. Muy bien. Arráncalo, el órgano entero, aunque me muera ahora mismo. Para mi sorpresa lo hace, aunque no con la violencia que yo tenía pensada. Lo despega de su entorno con delicadeza y el láser se encarga de desligarlo de mi cuerpo. Es como un gusano rojo y gordo con venas del que han brotado cogollos blancos. La máquina lo sostiene un rato en el aire, como si quisiera que me despidiera de él. Por fin se lo lleva.

Ahora viene lo difícil. Lo sé. Lo que hasta hace cinco años era inconcebible, imposible, impensable. Una ranura se abre en el techo de la sala y de ella surge una caja de cristal que desciende hasta quedarse justo por delante de mi nariz. Mi nuevo páncreas duerme dentro, directamente traído del laboratorio. Es gelatinoso y tiene un color muy poco natural, casi azul. Una pinza lo saca de la caja, que asciende de vuelta al techo. Lo colocan, lo insertan en el agujero que ha dejado mi anterior miembro. Muy poco a poco, lo ligan al resto del cuerpo, recuperando conexiones, enlazando arterias. Me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. Entonces salta un chorro de sangre de un bulto oscuro que no sé lo que es. Borbota tanta que me cuesta creer que sea real. Jadeo de terror. No para. No para. Escucho un grito al otro lado de las paredes. 

No. No. No. No me quiero morir. Estamos muy cerca. Venga, por favor. Arregladlo, por favor. Se me humedecen las mejillas y las manos se agitan en sus ataduras. Venga.

Oigo otro grito tras las paredes y mientras la sangre inunda mi cuerpo. Se ha roto algo. No tiene buena pinta. Los médicos dirigen las tijeras, las pinzas y el láser en direcciones contrarias. No entiendo lo que están haciendo. El páncreas resalta en azul sobre el lago de sangre. ¿Por qué no lo….? Una aguja me traspasa el cuello. ¿Qué…? Se me caen los párpados. ¿Me quieren dormir porque me estoy muriendo? Un quejido sale de mi garganta. No pueden…

Despierto muy despacio y tardo un buen rato en descubrir dónde y cuándo estoy. Es la misma sala en la que esperaba antes de la operación. Ahí están mis padres, en la misma postura pero con actitud muy diferente. Abrazados, ahora los dos me miran. Sonrío y no me reprimo por ello. Sonrío mucho y acabo riéndome a carcajadas. Se levantan. Cuando me abrazan. noto un pinchazo de dolor en el lugar donde debe de estar mi páncreas azul, pero lo sobrellevo sin decir nada.

Me ayudan a incorporarme en la camilla. Tras llorar y besarnos, me devuelven el móvil que pedí que pusieran fuera de mi alcance durante el ingreso en el hospital. Lo cojo con manos temblorosas y lo enciendo. Se vuelve loco recibiendo notificaciones. Después de un minuto, abro la aplicación y me dispongo por fin a pasarme el Candy Crush 8.0.

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