Madrid, 1918.
– ¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Ana que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Tiene que salir, vamos!
Su madre le da aire con un abanico y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Agua caliente para dilatar la zona del periné y varias toallas limpias para envolver al recién llegado esperan preparadas junto a su cama.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
Un ruido delata que se abre la puerta principal. Alejandro, el padre del recién nacido, ha llegado lo antes que ha podido. En cuanto le ha llegado el aviso, ha dejado su trabajo en el campo y se ha subido al borrico para regresar a casa a toda prisa.
– Enhorabuena, es un varón sano y fuerte – le dice la comadrona, abriéndole el paso para que se acerque a la cabecera donde su esposa reposa con el pequeño.
Madrid, 1980.
– ¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Elena que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¿O acaso quieres una cesárea? ¡Tiene que salir, vamos!
Una enfermera le da aire con una batea y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Vaselina para dilatar la zona del periné y varios paños estériles para envolver al recién llegado esperan preparados junto a la camilla.
La puerta del paritorio se abre y una enfermera se asoma con curiosidad.
– ¿Falta mucho? El padre de la criatura dice que ya no puede esperar más, que lleva horas en la sala de espera…
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
– Ya está… Dile al afortunado padre que tiene un varón precioso. En unas horas podrá conocerle -dice sonriendo mientras se lleva al bebé a la sala contigua.
Madrid, 2000.
-¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Paula que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Venga, si con la epidural el dolor es mínimo! ¡Tiene que salir, vamos!
Su marido le da aire con unos cuantos folios y ella parece tomar fuerzas de flaqueza.
Vaselina para dilatar la zona del periné y varios paños estériles para envolver al recién llegado esperan preparados, templándose al calor de una cuna térmica.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
El padre observa atónito la impactante escena. Es algo que jamás podía haber imaginado. Ver a su hijo frente a él nada tiene que ver con las ecografías. El milagro de la vida se muestra ante sus ojos. Cuando la enfermera coge al bebé para secarlo y pesarlo, besa a su mujer con dulzura. Al fin su hijo está con ellos.
Madrid, 2014.
-¡Vamos, empuja! ¡Venga, coge aire! ¡Un poco más fuerte! ¡Ya casi está aquí!
El sudor resbala por el rostro de Rosa que, agotada, cree que no será capaz de parir a su hijo.
– ¡No puedo más…! –responde, al límite de la extenuación.
– ¿Cómo no vas a poder? ¿Conoces alguna mujer que se haya quedado con su hijo dentro? ¡Venga, si con la epidural el dolor es mínimo! ¡Tiene que salir, vamos!
La enfermera le acerca al padre una batea de cartón para que le de un poco de aire, pero él tiene las manos ocupadas grabando la escena con el teléfono móvil, y ni siquiera se da cuenta.
Vaselina para dilatar la zona del periné espera lista para ser utilizada. El pecho desnudo de la futura madre está preparado para acoger con su calor al pequeño recién llegado.
El padre murmura entre dientes “Vaya mierda, se me está acabando la batería… ¿Falta mucho?” grita dirigiéndose a la matrona.
Un último empujón y el niño asoma la cabeza. Una maniobra precisa de giro consigue que salga el resto del cuerpo.
La matrona pone al bebé sobre su madre, piel con piel. Al ver que el niño ha nacido, el padre interrumpe la grabación. “Sonríe, cariño, voy a haceros una foto”.
Una sonrisa forzada aparece en el agotado rostro de la madre, que se mesa el cabello sin mucho éxito.
Puede ver la ilusión en el rostro de su marido. El momento tantas veces soñado ha llegado. Al fin son papás. Además, el padre ha podido presenciar la escena, no como tenía oído que le ocurrió a sus abuelas, cuando los hombres no participaban en un momento que se consideraba puramente de mujeres. También había tenido el privilegio de poder mantenerse unida al recién nacido desde el primer segundo, y no como tantas veces le había narrado su madre que se hacía antes, cuando nada más nacer la separación era inminente. Incluso su hermana mayor unos pocos años antes no había podido disfrutar de la sensación de tener al bebé en su regazo nada más nacer. Menos mal que todo ha cambiado y a ella le ha tocado vivir un parto totalmente humanizado. Sin embargo, a pesar de una situación que parece tan idílica, no puede dejar de pensar en la pena que siente al darse cuenta de que su marido ni siquiera ha visto el rostro de su hijo en vivo, sin estar reflejado en una pantalla. Pero la prioridad ahora es enviar por Whatsapp la foto de su mujer con su primogénito y, si le llega la batería, colgarla en Twiter y Facebook.
Y nota que, a pesar de la cercanía de su marido, a sólo unos pocos centímetros, el sentimiento que inexplicablemente prima es el de la más absoluta soledad.
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