Un quijote en Seattle

Alrededor de las cuatro y media sonó el móvil de Lucía. Al poco dejaba en la cocina la verdura y entraba en la salita donde la tía Gertrudis remendaba viejos calcetines que solía usar en las noches de frío. Lucía se encarga de guisar para ella y para su hija, la prima María, que trabaja en un supermercado mañana y tarde.

– He oído tu móvil en la puerta de la calle. Llegas tarde hoy ¿no?.

Lucía captó el tono con segundas de su tía, experta en decir sin decir. “Quien no te conozca que te compre”, pensó, mas lo que dijo fue “ no más de media hora. Fui a ver al tío de mi marido, que lo han operado de una cadera.”

– A sus años…

– Hoy hay muchos adelantos. Estaba con él su amigo José, el abuelo de Pepe, un  muchacho que se ha ido al mismo sitio que mi hijo. Hemos estado hablando de ellos. Se le han saltado las lágrimas al hombre; para él que ya no lo ve más.

– Desde luego, criarlos para echarlos de menos…. Menudo plan de vida.

Lucía se sentó en la mecedora, irritada por la distante sequedad de Gertrudis.

-Mi hijo está lejos no, lejísimo. Hace dos años que no viene. Lo que me supone entrar en su habitación, tan vacía siempre, solo yo lo sé. Pero yo misma me conformo diciéndome que se está labrando un gran porvenir. Para qué quiero tenerlo a mi lado, en paro y sin aliciente. Peor es eso.

Gertrudis  no contestó. Dejó un calcetín sobre su regazo y cogió otro del cesto.

-Además las distancias no son lo que eran – añadió Lucía -. Mi Fran está al otro lado del océano y hablo más con él ahora que antes de irse.

– Pues menudo dineral, encima.

– Ni un euro. Hablamos por el ordenador, y lo veo en la pantalla como si estuviera aquí mismo. Usted no sabe los adelantos que hay con el internet. A mí me da la vida, desde  luego.

Una luz otoñal inundaba las plantas del patio donde el gato dormitaba echado en una mancha de sol, cerca de los geranios. Gertrudis, incapaz de condescender, cortó la conversación con una frase. “¿Has traído las berenjenas?”.

Lucía recogió la indirecta. Se puso de pie y se fue a la cocina con la cara apretada.

A esa hora una llamada del móvil despertó a Fran. Había soñado que, arrebujado entre las sábanas recién mudadas de su cama del pueblo, aspiraba el rico aroma a rosa mosqueta del suavizante que usaba su madre. Qué tontería. Miró confundido los destellos grises de la pantalla del ordenador y la luz grisácea en las rendijas de la ventana. Lloviznaba sobre Seattle.  Fran se  incorporó en el sofá, y abrió el móvil. Juanma.

– Sí.

– ¿Dónde andas tío? Te estamos esperando, son las diez.

– Pufff. Estuve hasta las seis con el ordenador tío, me he quedado roque. Voy.

-Venga hombre, que tengo aquí a Pepe deseando dar una vuelta por la ciudad.

El sonido del equipo informático gestor de bitcoin inundó la estancia. Fran entreabrió la ventana y la bocanada de humedad se mezcló con el escozor de sus ojos. Se duchó. Agua y pensamientos, cada uno a su ritmo. Soñaba un mundo distinto, aspiraba a triunfar a lo Bill Gates ¿por qué no?. Todo era posible en aquella lluviosa ciudad donde las grandes multinacionales del marketing especializado, la biotecnología y el aeromodelismo captaban a jóvenes talentos como ellos, procedentes de países en crisis. Sobre la mesita del salón un CD y unos folios escritos. “Construcción y nuevo significado de una identidad virtual.”

Pepe traía al pueblo en su cabeza, y en su mirada lucía, sobre un velo de nostalgia, un vívido interés por lo nuevo. En un principio, compartiría habitación con Juanma. Fran llegó cuando los otros dos apuraban el café. Miró la complexión atlética, la piel tostada y los ojos almendrados de Pepe.“Ya somos tres, una multitud, para comernos Seattle”, dijo abrazándolo y palmeándole la espalda alegremente.

-Tu madre me dio este sobre para ti.

– Gracias tío. Inversión bitcoin. ¡Los millones nos llaman!.

– Muy optimista estás tú.

– Como que los 12 millones de visitas de la web del Time van a ser miel y manteca para las que recibirá la mía. Ya veo los titulares:“A New Country have born:“Young Action”.

– ¿Qué es eso? – preguntó Pepe.

– Un proyecto. Voy a crear un país virtual. Cualquier joven que tenga un sueño, una idea, un gran deseo podrá ser ciudadano de Young Action – un lugar donde organizarnos y cambiar este puto mundo… Ah y con una api para abuelos internautas…

– Jo mi abuelo… Mañana domingo me conectaré con casa. Seguro que llora.

Los tres guardaron silencio unos momentos, como si escucharan una misma llamada sonando en sus neuronas. Lloviznaba sobre Seattle. Una minúscula capa de agua de lluvia uniformaba gigantescos brillos en los impresionantes costados de los altísimos edificios de una tupida red de grandes avenidas.

-¿Cómo está aquello? Hace dos años que no voy.

– Mucho inmigrante. Rumanos, sudamericanos, marroquíes…. Hasta cincuenta nacionalidades. Muchos que llegan y alguno que se va, como yo.

– Nosotros somos los inmigrantes aquí, aunque con condiciones infinitamente mejores pero inmigrantes – dijo Fran.

– Yo no me siento inmigrante en Seattle, tío – saltó Fran – Estoy en un equipo creativo puntero en el mundo. Mi opinión cuenta. Y si me equivoco mis jefes no van a por mí sino que redoblan su interés en enseñarme más y mejor. Allí ni soñarlo. Allí te equivocas y te llueven los palos. ¿ O no?.

– Son distintas velocidades. Los más pobres van por caminos de arena. Por carreteras comarcales los del desarrollo emergente. Nosotros nos metimos en carreteras nacionales con expedientes académicos brillantes, en carreras tecnológicas. Y ellos nos han traído a esta autopista. ¿Y después?

– Filosofas, Fran.

– Es la realidad Juanma. Para mis aspiraciones esto es la máxima velocidad. Bueno, lo era hace dos años, como para Pepe ahora. Ahora tengo mis dudas. O vértigo. No sé a dónde va. Esta velocidad, esta autopista… Nos van comiendo. No sé, intuyo que algo se me escapa. A veces desaceleraría.

Juanma y Pepe permanecieron en silencio.

– No me hagas mucho caso Pepe, no te vaya yo a desanimar ¿eh?. Esto es la hostia. Ya lo irás viendo.

Pepe sonrió. Había escuchado con interés. Comprendía lo que Fran estaba diciendo. Al llegar quiso ver amanecer en Seattle. Y la soberbia solidez de la ciudad convirtió en humo triste la lejana blandura del cielo. Ser de pueblo en Seattle era ser carne de fronteras.

– Esto es lo mejor que me podía pasar, Fran, mi gran oportunidad como ingeniero aeronáutico. Pero siento un pellizco en el estómago, y ojalá no deje de sentirlo el tiempo que esté aquí. Me perderé ver crecer a mis hermanos, cosas pequeñas con un valor grande, para mí, claro, pero…

– Perdona un momento Pepe. Cuando Juanma llamó yo estaba soñando que mi madre acababa de poner una muda de sábanas limpias en mi cama. Veo que tu llegada despertó en mí esas pequeñas cosas.

-Puede ser – dijo Juanma.

– Lo que quería decir es que no he venido para quedarme. Lo tengo claro. Vengo a aprender de esto. Pero mi sueño es volver a España, crear mi propia empresa. Diseñaré mis propios modelos, tomaré cerveza con mis amigos del pueblo y saldré con la bici por la dehesa. «Éste es de los míos, ciudadano Young Action», dijo Fran y los tres rieron.

Sobre la una llegaron a los pies de la Space Needle. Sus 186 metros de altura pusieron un destello de admiración en los ojos de Pepe. Una joven de platina melena suelta y zapatos con plataforma hablaba con Juanma. “Qué casualidad”, decía. “¿Comemos juntos?”.  Acogedora Seattle, pensó Juanma mirando a su directora creativa.

Michel llegó sin avisar tras cuatro meses de viaje. En el apartamento, sobre la mesita del ordenador, vio el CD de Fran. Entre los folios un papel escrito a mano que leyó sin empacho: “un país virtual, una nueva ciudadanía planetaria al servicio de la ética joven. La energía positiva emitida por los sueños será captada y almacenada como materia prima para aniquilar las “sombras”. Mi aplicación puede…”

-Estos hispanos… qué quijotes – se dijo, divertido e intrigado.

  Alfonsa Acosta

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