Hank era un tipo normal, todo en él era corriente.

A Hank le gustaba la normalidad, le encantaba, era su gran pasión secreta y se sentía orgulloso de ella. Él amaba su nombre, era común, mucha gente en el globo se llamaba Hank y si además añades a todos los Henry a los que les llamaban Hank sería un número mayor.

Sí, su nombre era un gran nombre. Si por gran entiendes habitual, claro.

Hank trabajaba de conserje en un colegio, un trabajo ordinario, con un salario normal.

Sus días se desarrollaban con normalidad. Se levantaba a las seis para poder estar en el colegio y fregar los suelos antes de que los niños los manchasen con sus asquerosas botas. Las seis era una hora que le agradaba porque sabía que muchos de los trabajadores de la gran ciudad se levantaban a la misma hora que él.

Después de limpiar todo a fondo volvía a casa y sacaba a su fiel perro, Lunar, un nombre habitual para un perro, que era un Border Collie, un perro normal. ¿Quién no había visto nunca un Border Collie?

Jugaba con él en el parque mientras se cruzaba con unos cuantos dueños y sus perros, muchos de ellos eran Border Collies. ¿Ves? Común.

Después volvía a casa y la limpiaba. Solo eran él y Lunar en su pequeño apartamento desde que su mujer Sara, había fallecido en un accidente de coche. Hasta la muerte de su mujer había sido del montón y eso le tranquilizaba.

Después de un arduo día de trabajo, se dormía junto a su perro como hacía todo el que tenía un perro que resultaba ser su único amigo.

Oh, ser corriente le encantaba a Hank, todo su mundo giraba en torno a la palabra común y sus múltiples sinónimos y se sentía orgulloso de llevar la vida que llevaba.

Una noche cualquiera, que no tenía nada de especial, hubo un ruido extraño en su casa.

El escandaloso ruido estaba entre el chillido de un cochino a punto de ser trinchado y el grito de uno de los escandalosos niños que iban al colegio todos los días.

Hank decidió que oír a un cochino moribundo en su cocina en plena noche no era normal.

Empezó a hiperventilar ¿Si su vida ya no era normal qué le quedaba? ¿Qué le quedaba?

Con todo el valor que su corriente cuerpo le permitió, fue detrás de Lunar para ver dónde estaba exactamente el niño que había gritado o el cerdo, o ambos.

Cuando llegó al centro de su cocina, vio con asombro que quién había hecho aquel horrible sonido que le perseguiría en sus pesadillas fue un balón, un balón alargado y marrón.

En realidad, lo que había hecho ese ruido había sido su ventana que ahora yacía hecha añicos por toda la cocina. Mientras intentaba descifrar el rompecabezas en el que nada parecía encajar, el timbre sonó. El timbre. Hacía tanto que no sonaba.

Definitivamente después de esta noche iba a necesitar una temporada de aquellas maravillosas pastillas que le mandaron tomar después de la muerte de su mujer.

Cuando abrió había un chico que le sacaba varias cabezas delate de él y se rascaba el cuello claramente incómodo, era uno de esos chicos que la gente se cambiaba de acera al verlos por la calle.

Hank definitivamente iba a necesitar esas pastillas.

-Yo… Siento lo de su ventana señor… estábamos jugando y se nos escapó.

Hank asintió lentamente mientras su cabeza empezaba a patinar y él se empezaba a encontrar un poco mareado por toda la situación.

-Lo mismo tiene seguro…-Dijo el chico mirando a sus zapatos deportivos.

-¿Seguro?-Preguntó Hank desconcertado, la verdad es que no sabía si siquiera tenía seguro.

Lunar, por otra parte, se puso a olisquear al chico y le movía el rabo buscando caricias.

-Sí, un seguro.-Repitió el chico mirándole como si fuese un loco o un poco tonto, no podía decirlo con exactitud porque era una de estas miradas extrañas que lo único que hacen es confundirte y Hank, no necesitaba estar más confuso todavía.

-Entiendo que quisiera quedárselo pero… ¿Podría devolverme el balón? Y siento lo de su ventana, de verdad.-Dijo el joven.

Hank volvió con el balón y se lo dio sin decir una sola palabra.

-Gracias…-Dijo el chico ante de darse la vuelta para volver con sus amigos que le esperaban en las escaleras.

-¡Qué rarito!-Escuchó a uno de los chicos decir antes de cerrar la puerta.

¿Rarito? ¿Él era rarito? No, no lo era. Él era cotidiano y mundano ¿Verdad?

A la mañana siguiente después de haberse tomado varias pastillas, aquella frase todavía le rondaba la cabeza. ¿Era él extraño? ¿Raro? ¿Se había convertido en lo que más temía?

Esa pregunta le acosó durante todo el día y durante los días siguientes. Hank llamó al seguro que al parecer tenía y le dijeron que un técnico estaría allí en un mes porque tenían unos problemas. A Hank no le importó, porque tampoco hacía tanto frío a pesar de estar en pleno noviembre.

Al día siguiente, fue fijándose en los niños con los que se cruzaba. Todos tenían un teléfono pequeño en su mano, todos y cada uno de ellos. Así que eso ahora sería la moda, o eso supuso Hank. Aquella misma tarde fue a una tienda de teléfonos y se compró el que le recomendó el dependiente. A la tarde siguiente tuvo que volver para que le explicasen como un aparatito tan pequeño podía ser tan difícil de manejar. Ni conducir era tan complicado.

El chico de la tienda, le recomendó hacerse “Facebook”. Hank no tenía ni una remota idea de lo que le estaba contando pero, él asintió y sonrió, que era lo que solía hacer cuando no se enteraba de algo.

Después de días y días de ir a la tienda para que el chico le explicase cómo funcionaba eso de Facebook, el chico acabó hasta la coronilla de él y Hank se creyó un experto de las nuevas tecnologías.

La que creía que sería su última tarde en aquella tienda, el dependiente llamado Tom le ofreció un router wifi en su casa y él, aceptó asintiendo y sonriendo, como siempre.

Los días se sucedieron y Hank solo tuvo que visitar la tienda un par de veces más. Para aquel entonces, había retomado la amistad con varios amigos de su infancia y hablaba con ellos constantemente, hasta habían decidido ir a un bar para ver el próximo partido de fútbol juntos. Hank no seguía el futbol pero le pareció bien.

El día del partido, no pudo sacar a Lunar porque si no, no llegaría a tiempo. Aquel día se perdió a los Border Collies con los que se habría cruzado y a sus dueños, se perdió los diálogos vacíos con desconocidos por la calle y el crujir del suelo húmedo debajo de sus botas. Y no le importó.

Después de más días, Hank decidió invitar a sus amigos con los que ya había quedado para ir a cenar con sus parejas y para simplemente comer entre ellos. Ninguno de esos días pudo sacar a Lunar y no se sintió mal por ello, todo lo contrario.

Hank ahora podía decir que tenía un mejor amigo que no andaba a cuatro patas, aunque Lunar siempre sería su fiel compañero.

El día en el que sus amigos iban a ver el partido en su nueva televisión de plasma, también llegaba el técnico del seguro que al final había tardado más de un mes en dignarse a aparecer.

El timbre sonó, y ya no le pareció tan extraño, es más, incluso se sintió bien al oírlo.

Al abrir la puerta era su preciado técnico, por el que había esperado mucho tiempo.

-Vengo por una ventana rota.-Dijo el cristalero.

-Sí, está en la cocina.-Dijo Hank dejándole pasar.

El cristalero entró en la cocina pero inmediatamente volvió a salir.

-¿Dónde ha dicho que está?-Preguntó con su caja de herramientas en la mano.

-En la cocina.-Repitió Hank preguntándose por qué le era tan difícil encontrar la ventana si solo había una en toda la cocina.

-Señor aquí no hay ninguna ventana rota.-Dijo el técnico desde dentro.

-¿Cómo que no?-Respondió Hank entrando.-Está justo ahí…-Dijo antes de darse cuenta de que ya no había ningún agujero en su ventana.

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