– Simplemente no entiendo por qué tenemos que ir.

– Hombre, es por hacerle compañía a tu madre y echarle una mano, pobre mujer.

– Si, pero al final, no sé, lo mejor que puede hacer es empaquetarlo todo y mandarlo a tomar por culo, darlo a Cáritas o alguna otra asociación.

– No hables así delante del niño… Además era tu tía, su única hermana. Habrá recuerdos y cosas familiares, seguramente alguna joya, fotos…

Aparcamos el coche en una calle prácticamente desierta. Yo levanté la vista del i-pad durante unos segundos, lo suficiente para verificar que aquello que ocurría no me interesaba lo más mínimo. Volví a mi juego.

– Tú te quedas aquí, volvemos en un rato

– Pero hombre…- Aquello de llevarse la contraria constantemente era costumbre en casa- …cómo se va a quedar aquí solo, va a decir la gente que si se nos ha olvidado el niño,  y además tu madre…- Desconecté del resto de la conversación, aquello de que hablasen de mi como si no estuviera era también una desagradable costumbre. Yo debía tener 7 años y me enteraba de todo desde los… Bueno, creo que desde siempre. No había razón para tratarme como a un crío.

– Venga, Mario, haz el favor de dejar el jueguecito un rato, majo, que menudo sábado  llevas de marcianos- Me ordenó papá finalmente

A regañadientes bajé del coche y subí en aquel extraño ascensor. El portal era frío, construido en piedra. Nunca olvidaré el olor al entrar a aquella casa, que tenía un puño en la puerta y que no tenía timbre. Creo que nunca antes había olido la naftalina.

– ¡Ay, mi niño, hijo, hijo mío, qué guapo estás!¡ Pero míralo, qué pelo más largo te has dejado, pareces una nena! ¿Qué haces, qué llevas ahí, es una maquinita de esas?

– Es un i-pad abuela, una Tablet.

– Ahh, una “table” pronunció mi abuela con dificultad y fingiendo saber lo que decía.

Aquello me aburría soberanamente, así que busqué la tele preparándome para una tarde de zapping. Mi abuela me daba mucha pereza, era muy buena conmigo y me dejaba hacer de todo a la vez que fingía interés por mis intereses y por parecer moderna, pero estar con ella me resultaba agotador.

El salón era enorme, aproximadamente el doble que el de mi casa. Me costó mucho encontrar la tele, que no gobernaba la estancia. Al contrario, estaba supeditada al resto de objetos, como uno más. Hice las comprobaciones técnicas rutinarias, la enchufé y busqué el mando, que no aparecía por ninguna parte. Estuve tentado de pedir ayuda, pero todos estaban enfrascados en una conversación a voces:

– Pues fíjate, este abrigo era bien bonito. Si lo arreglas para ti, tienes un abrigo bueno- bueno.

– ¿Cómo me voy a quedar yo con ésto? Ya no se lleva, está anticuado.

– No te creas, yo veo a muchas chicas jóvenes que vuelven a llevar…

Cerré la puerta del salón, no quería que nadie me distrajera, y abandoné la búsqueda del mando. Me concentré de nuevo en la Tablet mientras me dejaba caer en el sofá de skay, que dejó escapar un aire en forma de pedo hasta quedar reducido en 10 cm de su postura inicial. Era un fastidio, pero hasta del juego me estaba aburriendo, así que a los diez minutos me levanté del sofá, que aún guardó mi forma durante un rato, y me puse a curiosear en una gran estantería de libros cubierta de una gruesa capa de polvo. La tía Marta no limpiaba muy a menudo, pensé.

Me entretuve pasando el dedo por el hueco entre los libros y el final de la balda de la estantería, y pronto tenía todos los dedos negros. Me estaba sacudiendo en el pantalón cuando descubrí divertido un teléfono. Era color amarillo pastel y tenía uno de esos círculos grandes en el centro. No era el primero que veía pero si el primero que tocaba. Descolgué y me sorprendió el sonido de línea, una nota La sostenida en el tiempo que al principio me pareció desagradable. Colgué. La mano se me había quedado pegajosa de nuevo y vi cómo una fina capa negra rodeaba a corros el teléfono. Intenté levantarla con la uña y pronto tenía la uña también negra. Recuerdo haber estado tentado de llevarme la mano a la boca, pero supongo que había abandonado mi fase oral ya en aquel entonces, porque creo que no lo hice.

Entonces puse mis dedos sobre los números, 1, 2, 3. Fui pasando por todos presionando, aunque nada ocurrió. Descolgué el teléfono y allí estaba de nuevo el La. Presioné los números de nuevo, 1, 2, 3… Quise llamar a alguien, pero entonces me di cuenta que no sabía ningún número de memoria. Pulsé el 6, el inicio de cualquier número móvil, y me detuve. ¿Había que pulsar las teclas, sólo eso? El teléfono no parecía hacer nada, no respondía. Moví la rueda con la mano abierta y vi que se desplazaba hacia la derecha y al llegar al tope hacía un pequeño clic. Me llevó un par de minutos más descubrir cómo debía funcionar aquel artilugio, y me pareció divertido. Descolgué varias veces presionando la clavija de cortar la comunicación, y el tono sostenido pasaba a interrumpirse. Colgué de nuevo y me fui en busca de otro entretenimiento, pero al darme la vuelta el teléfono sonó con un potente ring ring. Me asusté un poco, pero al terminar el primer tono instintivamente me acerqué a comprobar quién llamaba. Allí seguía absorto cuando,  al tercer tono, apareció mi abuela a toda prisa y descolgó con un:

–  ¿Sí, dígame?

Aquella conversación terminó entre lágrimas y lamentos, y mi abuela volvió a sus quehaceres en la casa. Ya no me preocupé de volver a cerrar la puerta. Volví al sofá, cuya piel estaba de nuevo fría y abultada, y me senté pensativo. Pasé la tarde imaginando allí sentado, como un pasmarote, hasta el punto que la luz del día se fue apagando y mis ojos se fueron paulatinamente acostumbrando a la nueva oscuridad de la habitación sin que me percatara. Pensé en aquella tele, que estaba a un lado del sofá, no enfrente, y que tenía muchos botones. Y me fijé en las fotos, que estaban por todas partes. En una aparecía un señor con bigote muy delgado y sentado en un sillón verde que aún estaba en aquel salón, junto al teléfono, que también había sido fotografiado. Un teléfono que no servía más que para hablar, que no sabía quién estaba al otro lado de la línea, un teléfono en el que el único juego posible era el de marcar un número.

– Venga, Mario, que nos vamos, te has aburrido mucho, ¿verdad, hijo? Ya ves, es que en esta casa no hay nada que ver, sólo polvo y recuerdos.

– Hijo, ¿te ha gustado la casita de la tía Marta?- Mi abuela, más ingenua y melosa, quería creer que la tarde no había sido tan mala al fin y al cabo para mi.

– Si, abuela, mucho- Mis padres se miraron extrañados entre sí ante una respuesta tan asertiva y no salieron de su asombro cuando continué- Abuela, ¿te importa mucho si me llevo algo?

Mi abuela, orgullosa como un pavo real, me hubiera dado el sol y la luna.

– Lo que tú quieras, mi vida.

– Me gustaría llevarme el teléfono.

Al día siguiente volvimos a casa de tía Marta a buscar mi i-pad. Han pasado 40 años desde entonces y la tecnología de aquel teléfono ha quedado obsoleta, pero a veces lo descuelgo esperando oír esa nota La y finjo que hablo con mi abuela: ¿Sí, dígame?

 

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