Llego casi sin aliento, no sé que ha podido ocurrir, de repente no había nada. Nada. Parecía un día normal, una jornada de esas en las que te levantas pensando que te vas a comer el mundo.  Todo estaba en funcionamiento tal y como debía ser. El desayuno se había preparado solo a su hora, la ropa estaba limpia y perfecta en el armario, que hoy me había preparado un conjunto bastante primaveral. En el trabajo todo había ido bien, salvo la insoportable coordinadora, que cada 5 minutos te obliga a justificar tu trabajo en función del tiempo empleado. Pero nada fuera de lo común. Recuerdo que todo comenzó hace uno hora, o algo más, sin relojes es difícil precisar. Paseaba como todos los días de vuelta a casa por esta milenaria ciudad, Neo- Sibilia, la que antaño fuera conocida como Sevilla por nuestros antepasados, los no tecnificados. Caminaba con parsimonia por sus atestadas calles llenas de gentío,  mirando distraídamente los holo-escaparates de las tiendas, y realizando de paso alguna que otra compra on-line a través de los implantes oculares. Creo que he gastado demasiados bitcoins hoy. Pero ahora eso no importa.

Cuando pasaba junto a los restos de aquella torre que fue durante muchos años un símbolo de la ciudad, y de la que ya no queda prácticamente nada, excepto un holograma que simula su enorme estructura en pleno centro tecnológico, algo hizo que mi corazón palpitara. La gente corría como loca en dirección contraria a la mía. Una marabunta de cabezas que se movían como si fuera un código de error en un sistema operativo obsoleto. Mi cuerpo se tensó, en alerta. Pensaba que algún virus se había extendido a través de los implantes de la gente, y el caos era fruto de su implacable avance por los sistemas intra-corporales. Me quedé inmóvil, sin saber qué hacer, ni hacia dónde dirigirme. La turba me había alcanzado y la gente chocaba entre sí, en un gesto inusual que mi cuerpo no pudo soportar. Aquel contacto con otro cuerpo me produjo una extraña sensación, que volaba entre la repulsión y la calidez.

A pesar de ello, no me había percatado de lo grave de la situación. No, hasta que un resplandor reclamó mi atención. A lo lejos, a través del gentío, divisé una terrible estampa que me sobrecogió: las calles se apagaban. Un corte de suministro que provocaba no sólo la más absoluta oscuridad, sino que desactivaba todos los nodos de comunicación que servían de enlace para los implantes y dispositivos que nos acompañan cada día en nuestros quehaceres. Eso era lo que estaba provocando aquel caos absoluto.  

El terror se apoderó de mí, empecé a correr en dirección contraria a la oscuridad. Detrás de mí, el mundo se diluía en sombras, que se tragaban a la gente que corría a mis espaldas, gritando presa del pavor más irracional.

En el cielo se divisaban las aeroautopistas, llenas de destellos de luz intermitente y en constante movimiento. Fue la única forma que encontré para guiarme por aquella penumbra que engullía todo a su paso. Intenté buscar un bus deslizador, una vía rápida que me alejara de todo aquello, pero también estaban parados, inertes, y completamente a oscuras, como si estuvieran haciendo la digestión de los muchos pasajeros atrapados en su interior. Mis tecno- implantes se desactivaron en el preciso momento en el que caí de bruces, víctima de un brutal choque contra un corpulento hombre de oscuros ojos y pelo erizado. Me sentí extraño sin la ayuda de los implantes, teniendo que utilizar toda la potencia motora de mis piernas para levantarme y comenzar de nuevo a correr,  con la visión alterada por la ausencia de constante información, con el oído completamente desorientado ante el griterío. Corrí, corrí todo lo que pude. Sin mirar atrás, casi cerrando los ojos y abriendo la boca de desesperación, buscando aire a una velocidad mayor de la que mis pulmones podían recibir.

No soy capaz de recordar los minutos siguientes con claridad. Sólo recuerdo oscuridad, un sinfín de restos luminiscentes que, a pesar de no estar ya allí, mis pupilas se empeñaban en seguir discerniendo, y el más absoluto silencio, interrumpido por gritos lejanos, al llegar al umbral de mi casa.

Aquí me encuentro, sin poder acceder a mi vivienda. La llave electrónica no sirve, el ascensor no funciona. Todo está oscuro, demasiado oscuro. El corazón me late fuerte, las piernas me producen un dolor insoportable tras el esfuerzo, los ojos escuecen y los oídos emiten un molesto pitido.

En momentos como este, recuerdo la horrenda vida de nuestros antepasados, que vivían sin ningún tipo de adelanto tecnológico. Utilizaban el fuego para calentarse, e iluminarse. Todas sus tareas las llevaban a cabo con el cuerpo completamente, sin ayudas artificiales. Sus sentidos recibían demasiada información a la vez, luz, olor, sabor, textura….

Nunca pensé que viviría yo también este terror. No sé qué sería de mí sin todas las facilidades que me ha dado la tecnología. Es poderosa, grande, en constante crecimiento y nos hace ser tal y como somos: seres evolucionados. Los no tecnificados eran salvajes, que conservaban un repulsivo instinto social, unas necesidades del todo obsoletas y ni un ápice de cómo es un ser humano de verdad. Besos, abrazos, y otras asquerosas demostraciones de contacto íntimo me producen nauseas de sólo imaginarlas. Niños que pierden el tiempo jugando, en vez de estudiar delante de una pantalla, aprovechando su gran capacidad en los primeros años de vida. Esa cosa que llamaban tiempo libre, que no tendría cabida en nuestra sociedad de personas totalmente activas incluso cuando duermen. Animales y plantas que sólo eran portadores de enfermedades y pestilencia, en lugar de los generadores artificiales de aire, y comida que nos dan el oxígeno y el alimento necesario para vivir. ¿Volver a eso? No, el hombre no es nada sin nuestra tecnificación. Esa es la única verdad válida. Sólo espero que esta pesadilla acabe pronto y la energía se restablezca, devolviéndome así mi existencia….Mi vida.

 

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